Capítulo: Ramiro no puede morir

1552 Words
El pasillo del hospital olía a desinfectante y a sangre seca. Don Luis caminaba de un lado a otro, con las botas retumbando en el piso frío. Sus manos temblaban, aunque intentaba ocultarlo cruzándolas detrás de la espalda. Afuera, el viento de la noche golpeaba los ventanales, y el sonido lejano de una ambulancia llegaba como un recordatorio de que la muerte rondaba por todos lados. Los minutos parecían horas. Cada vez que una enfermera salía de urgencias, el corazón de Don Luis se detenía. Ninguna traía noticias para él. Se acercaban, consultaban carpetas y desaparecían otra vez detrás de esas puertas. En su mente, las imágenes de Mónica lo asaltaban sin piedad. Recordaba la última vez que la vio sonreír de verdad, la noche en que se sentó en la mesa del comedor con una copa de vino y le confesó: —Papá… lo amo. Y no me importa lo que digan los demás. Ramiro es mi vida. Don Luis la había visto con rabia disfrazada de ternura. Había querido advertirle, abrirle los ojos, pero su hija era igual de terca que él. Ahora, esa misma terquedad la había llevado a la tumba. Un golpe metálico lo sacó de sus pensamientos. Al voltear, vio cómo empujaban una bandeja con instrumentos manchados de sangre. El corazón se le subió a la garganta. ¿De quién era esa sangre? ¿De Ramiro? ¿O de algún otro desgraciado que en ese momento peleaba por su vida? Se llevó un cigarro a los labios, pero ni siquiera pudo encenderlo. Su mano temblaba demasiado. —Señor Luis… —dijo de pronto una enfermera joven, acercándose con timidez. —¿Qué pasa, niña? ¡Habla de una vez! —rugió, con la voz cargada de tensión. —El paciente… el joven, Ramiro… lo están intentando estabilizar. Tiene el pulmón perforado, el corazón apenas responde… pero todavía no lo pierden. Don Luis asintió con un gesto duro, aunque por dentro la noticia le abrió un resquicio de esperanza. Cuando la enfermera se marchó, él se apoyó en la pared y cerró los ojos. Y allí, en la oscuridad de sus párpados, lo invadieron recuerdos de Ramiro. No como el muchacho que había puesto en peligro a su hija, sino como el hombre que, alguna vez, lo había enfrentado con respeto, con voz firme, diciendo: —Don Luis, yo no quiero su fortuna. Yo solo quiero que me deje amarla en paz. Aquel instante volvió como una puñalada. Quizá, en el fondo, Ramiro no había sido el error de su hija, sino su única verdad. El reloj marcaba las once con cuarenta y cinco de la noche cuando, de pronto, las luces de urgencias parpadearon y se encendió la alarma de reanimación. El sonido seco de los desfibriladores atravesó las paredes. Don Luis apretó los puños, impotente. “¡Carajo, muchacho, no te mueras!”, pensó con rabia contenida, como si sus pensamientos pudieran atravesar las paredes y alcanzarlo. “No me dejes sin nada… no me dejes sin el último pedazo de mi hija.” Segundos después, todo quedó en silencio. Las puertas se abrieron de golpe y salió el doctor, con la bata manchada y el rostro tenso. Don Luis dio un paso al frente, sin aliento, esperando escuchar el veredicto. El quirófano olía a metal y a esfuerzo. Las luces blancas bañaban el cuerpo inmóvil que yacía sobre la camilla; el susurro constante de las máquinas marcaba un ritmo que parecía demasiado lento para el apremio en los pechos de quienes trabajaban. El doctor se quitó los guantes con movimientos mecánicos, la mirada cansada, y dijo con voz grave: —Lo siento, Don Luis. Hicimos todo lo posible, pero perdió demasiada sangre. El pulmón perforado dejó de funcionar. Esas palabras cayeron como un martillazo en el pecho del hombre. Don Luis se quedó ahí un momento, aturdido, con el mundo encogiéndose alrededor; la respiración se le hizo pequeña y agitada. Afuera, la noche sonaba hueca. El dolor era una marea—una rabia amarga por la hija tendida en el frío quirófano, por el yerno que, según todo indicaba, se le escapaba también. Salió del hospital en busca de un cigarro como quien busca un ancla; las llamas de la colilla temblaban en la oscuridad mientras intentaba ordenar ideas que se negaban a acomodarse. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo cerrar los tratos, cómo mantener el imperio cuando la sangre de su familia manchaba sus manos? Cuando terminó de fumar volvió a entrar, con el gesto más duro, dispuesto ya a reclamar los cuerpos para el velorio que iba a imponer. Pero dentro del quirófano la historia —esa vida que parecía ya consumada— dio una vuelta inesperada. Una enfermera, joven y atenta, se inclinó sobre el pecho de Ramiro por costumbre, como quien revisa un monitor con la rutina de la urgencia. Al poner el estetoscopio se quedó paralizada un segundo: allí, entre el silencio que la muerte insistía en imponer, oyó un trazo fino, humano, una pulsación casi tímida, pero real. —¡Doctor! —gritó, y la palabra explotó en el pabellón—. ¡Tiene latidos! Al principio la incredulidad llenó la sala. “Son fluidos, está asentándose”, dijo uno. “No, vengan a escuchar”, replicó la enfermera con la voz entrecortada. El médico se acercó, puso el estetoscopio, ladeó la cabeza: la respuesta del corazón era apenas un hilo, pero latía. “Conéctenlo, ahora”, mandó firme. Y otra vez, veloz, la carrera: desfibriladores, compresiones, manos que no titubeaban. La máquina volvió a rugir y, por un tiempo que creyó eterno, la vida peleó por hacerse con su lugar. En ese tránsito entre la nada y el todo, mientras su cuerpo era objeto de maniobras quirúrgicas, la mente de Ramiro se fracturó en imágenes. Lo blanco total de la sala se mezcló con la memoria más densa: la escena del ataque, la metralla de esa madrugada, la caída de María, el calor de la tierra fría que habían usado para cubrirla. Dolor. El petardeo de la injusticia. Y, sobre todo, la visión de la mujer que había amado, desapareciendo entre golpes y sombras. Era un dolor que no solo venía de fuera: le ardía por dentro, le quemaba las entrañas. Entonces, como si la frontera entre la vigilia y la muerte se volviera permeable, una voz poderosa, mullida y a la vez firme, emergió de la nada. “Ramiro, mi amor, no te puedes ir todavía. Tienes una misión”. Aquella voz no era lejana: lo abrigaba, lo empujaba, lo jalaba de vuelta. Ramiro alzó la mirada en su delirio—ojos verdes abiertos al blanco infinito—y allí, en la claridad difusa del borde, vio un rostro conocido que el tiempo había hecho lejano: su madre. Eugenia. —¿Mamá? —susurró, como quien busca un ancla en el viento—. ¿Pero…? La última vez que la recordaba tenía trece años. La figura materna le sonrió con una ternura que le atravesó el pecho. En ese instante, en la sala donde los aparatos vibraban y la sangre se mezclaba con la prisa, algo cambió: la resignación vacía se tornó en necesidad feroz de volver. La voz de su madre no le exigía heroísmo; le pedía tiempo, le reclamaba la vida como si la hubiera dejado prestada. Los médicos, obedientes a la ciencia, no escuchaban fantasmas; trabajaban con manos y ojos que registraban la reapertura de un latido. Las compresiones volvieron medulares, los desfibriladores recobraron su electricidad y, lentamente, con la paciencia insomne de quienes le niegan a la muerte su última palabra, el cuerpo respondió. No fue una recuperación esplendorosa ni rápida: fue una batalla por centímetros, por segundos. Pero Ramiro, en algún rincón donde el dolor no alcanza a tocar, escogió quedarse. Cuando por fin la contienda aminoró, cuando la fiebre del rescate dio espacio a la exhausta calma de quienes han ganado por poco, los médicos comenzaron a susurrar entre sí, evaluando daños, reconstruyendo posibilidades. El pulmón había sufrido, la sangre había menguado los contornos de la vida, pero había un hilo que se sostenía. Lo trasladaron a la unidad de cuidados intensivos con cautela; sus órganos pedían reposo y los ojos del mundo—los de Don Luis, los de quienes aún pensaban en venganza—se quedaron fuera, expectantes. Don Luis no supo en aquel momento de la remota pulsación que le robó la palabra y la calma; él ya iba decidido a reclamar y a preparar el velorio. Pero la sala de reanimación había votado contra la desolación. En algún lado, en el silencio que sigue a la tormenta, la presencia de una madre, verdadera o inventada por la mente que se debate entre la vida y la muerte, había abierto una puerta. Y Ramiro había dado el primer paso hacia ella. La noche no entregaba certezas, pero la medicina, la obstinación humana y un hilo de fuerza no visible habían conseguido lo imposible: postergar lo inevitable. Al filo de la madrugada, mientras el motor del hospital volvía a su ritmo cotidiano, la noticia correría en murmullos—Ramiro no había muerto. Había sido traído de vuelta, con el precio de un cuerpo maltrecho y la promesa de días de lucha por delante.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD