Por otra parte, en otro rincón de Querétaro, en la posada donde se hospedaba, Ramiro no encontraba la paz ni un instante. La noche se extendía pesada, como si el tiempo se hubiera detenido solo para él. No podía conciliar el sueño. Su mente se resistía a dejar de revivir la imagen de esos ojos, los ojos amielados de María, llenos de inocencia y de sorpresa, atrapados en el momento exacto en que lo vio. Aquella mirada parecía gritar un millón de palabras que sus labios no alcanzaban a pronunciar. Y mientras su corazón latía desbocado, Ramiro no podía hallar respuestas. —¿Acaso habrá perdido la memoria? —se preguntaba, susurrando para sí mismo, como si temiera que el mismo aire lo escuchara—. ¿No se acordará de mí? ¿Ya no recordará lo que compartimos, todo lo que vivimos juntos, todas las p

