Los días pasaban lentamente, como si el tiempo hubiera decidido detenerse solo para hacerla pensar. Lucía despertaba cada mañana con el mismo nudo en la garganta, con la respiración entrecortada y el eco persistente de aquella pesadilla que no lograba desvanecerse de su memoria. Había algo en esos ojos verdes —tan claros, tan penetrantes, tan llenos de una fuerza que rozaba lo imposible— que no la dejaba en paz.
Aquel hombre de mirada profunda y brazos fuertes parecía seguirla hasta en el silencio de la habitación. Su piel blanca, el gesto de ternura al besarle la frente al bebé que descansaba en su regazo dentro del sueño… y esa sensación de amor que le desbordaba el pecho cada vez que lo recordaba, aunque no supiera por qué. Era como si su corazón reconociera algo que su mente se negaba a aceptar.
Pero la sombra de los otros hombres también la atormentaba. Los gemelos. Dos figuras imponentes, idénticas hasta en la forma en que la miraban, con aquellos ojos azules tan fríos que parecían romperle el alma. Altos, fornidos, con la barba oscura perfectamente delineada en un candado, el cabello rizado cayéndoles sobre la frente y vestidos en tonos oscuros que realzaban aún más su amenaza. Cuando aparecían en su pesadilla, el aire se le helaba en los pulmones. Eran dos sombras que traían consigo un peso invisible, como si encarnaran la parte más cruel de su destino.
Lucía no sabía qué significaba todo aquello, pero estaba convencida de que había algo que se le escapaba. Como si llevara arrastrando un pasado turbulento, manchado de dolor y secretos, pero cuya esencia se le disolvía entre los dedos cada vez que intentaba recordarlo.
Lo único que tenía claro era la realidad frente a ella: un vientre que empezaba apenas a asomarse bajo la tela de sus vestidos, un vientre que palpitaba con una vida nueva. Ese niño era su motivo de seguir adelante, pero también la raíz de su mayor incertidumbre. ¿De quién era? En lo más profundo de su corazón sentía que pertenecía al hombre rubio de ojos verdes, aquel que la hacía sonreír incluso en medio del dolor. Sin embargo, la pesadilla repetida de los gemelos diciéndole que el bebé les pertenecía la sumía en un torbellino de dudas y miedo.
Esa sensación de vacío la desgastaba día a día. Se tocaba el vientre con dulzura, con la esperanza de encontrar respuestas en cada movimiento imperceptible de la criatura que llevaba dentro. Pero lo único que encontraba era silencio.
Fue en medio de esa confusión que la trabajadora social apareció en su vida. Con pasos firmes, con una carpeta bajo el brazo y la mirada atenta, entró a esa habitación donde Lucía parecía perderse entre recuerdos borrosos y sueños que dolían demasiado. Su presencia prometía respuestas… aunque también presagiaba nuevas preguntas.
Hola, Lucía. Buenas tardes —la voz cálida pero firme de una mujer la sacó de sus pensamientos.
Lucía levantó la mirada y vio a una señora de aspecto sereno, cabello recogido en un chongo discreto y un portafolio en la mano.
—Mi nombre es Teresa López. Soy la trabajadora social del hospital. Me mandó tu médico para hacerte un estudio, ya que, por lo que veo, no has tenido visitas en todo este tiempo. Estuviste mucho tiempo en coma. Pusimos la alerta de que estabas aquí, pero nadie ha venido. ¿Cuentas con algún familiar?
Lucía no pudo responder de inmediato. Sintió cómo la garganta se le cerraba y las lágrimas brotaron de sus ojos con fuerza.
—No lo sé… no lo sé, licenciada —balbuceó, apretando las sábanas con los dedos temblorosos—. No sé quién soy. No sé cómo fue que llegué aquí. Lo único que sé es que estoy embarazada, pero no sé ni quién es el papá de mi bebé. Tengo todo muy nublado. No recuerdo rostros… no recuerdo nombres. No tengo ni idea de quién soy.
La mujer la observó con compasión.
—Te entiendo. Por eso me mandaron, Lucía. Para hacerte unos estudios y verificar cómo te podemos ayudar. Lo bueno es que este hospital es de beneficencia, así que los cargos van a ser cubiertos por una organización no gubernamental. Pero, en cuanto te den de alta… ¿a dónde vas a ir, niña? No sabemos cuántos años tienes, no sabemos de dónde vienes. Con decirte que no tienes ni ropa… llegaste semidesnuda. Si no hubiera sido por ese buen muchacho que te trajo, quién sabe qué hubiera pasado. Él dijo que te vio salir de entre los arbustos del bosque junto a la autopista… toda ensangrentada, con la bala.
Lucía se estremeció.
—¿Aún recuerdas qué sucedió? ¿No recuerdas ese hecho? —insistió la licenciada.
—No… la verdad, no. Solo tengo recuerdos nublados, borrosos —susurró Lucía, bajando la mirada—. Recuerdo que tenía mucho frío y… las luces de los faros que iluminaron mi rostro. Pero no recuerdo ni el nombre de la persona que me ayudó. Creo que ni siquiera tuve tiempo de preguntarle.
La trabajadora social suspiró y cerró el folder que llevaba en la mano.
—Está bien, Lucía. Mira, hablaré con tu médico de cabecera. Porque cuando te den de alta, tu situación es complicada: eres una persona en estado vulnerable. Hay una asociación que puede ayudarte por ahora, que podría brindarte un lugar donde dormir. Pero no será para siempre. Por eso necesitamos que hagas un esfuerzo por recordar. Porque de otra manera… no queremos dejarte en la calle, ¿sabes?
—Gracias, doctora… ay, perdón, licenciada —respondió Lucía, nerviosa, con un hilo de voz—. Estoy muy confundida, perdóneme. Y muchas gracias de nuevo por todo.
La mujer le sonrió con ternura.
—No te preocupes. Lo bueno es que, al menos, alcanzaste a decir tu nombre: Lucía Montiel. ¿No recuerdas tu segundo apellido?
Lucía negó lentamente con la cabeza.
—No… no lo sé. A lo mejor empieza con B… no sé. Todo está confuso en mi mente.
—Te entiendo. Estuviste dos meses en coma, eso fue bastante crucial. El cerebro necesita tiempo para sanar. Descansa. Después nos veremos para continuar con tu situación. No te preocupes, todo está bajo control, ¿de acuerdo?
Lucía asintió en silencio. La licenciada recogió su portafolio, guardó sus papeles y se marchó de la habitación, dejando tras de sí un eco de soledad.
Cuando la puerta se cerró, Lucía se quedó inmóvil, con los ojos brillosos por el llanto que apenas contenía. Sentía un vacío inmenso en el pecho: no sabía quién era, ni de dónde venía, ni qué futuro podría ofrecerle a ese bebé que crecía en su vientre.
La trabajadora social tenía razón: no tenía casa, ni familia, ni nada. Solo una tristeza profunda que le pesaba en el alma. Y, por más que intentara sacarlos de su mente, los recuerdos volvían: el hombre rubio de ojos verdes que la hacía sentir protegida y amada, y aquellos gemelos de mirada helada que le infundían un miedo atroz.
¿Por qué soñaba con ellos? ¿Por qué ese recuerdo la perseguía tanto? ¿Qué verdad oculta estaba enterrada en el silencio de su memoria?
Pasaron aproximadamente treinta minutos cuando los pasos pausados de un hombre resonaron en el pasillo. El doctor Enrique Lozano avanzaba con el expediente médico en la mano, repasando cada hoja mientras en su mente aún se proyectaba la primera vez que había visto a aquella mujer. Recordaba vívidamente su llegada: una mujer joven, delgada, de piel tan blanca que parecía de porcelana, aunque marcada por la palidez de la pérdida de sangre. Su cuerpo, bien definido, de líneas femeninas y perfectas, estaba cubierto apenas por una lencería blanca, impecable, que daba la impresión de haber sido elegida para una ocasión especial, quizá un ritual íntimo o incluso una boda.
Esa imagen lo había acompañado en silencio todos esos días: el contraste de la ropa delicada con la crudeza de la sangre, el maquillaje corrido enmarcando unos ojos apagados, con rastros evidentes de lágrimas. Cabello rubio, natural, suelto y revuelto por la violencia de lo que hubiera ocurrido. Una escena que, a pesar de su entrenamiento médico, lo perseguía. ¿Quién había querido dañar a alguien como ella? ¿Por qué con tanta saña?
Se detuvo frente a la puerta de su habitación, tocó suavemente —toc, toc— y giró la manija. Asomó la cabeza con una sonrisa ligera para no asustarla.
—Hola, Lucía… ¿cómo estás?
Ella giró lentamente el rostro. Sus ojos cargaban un cansancio inmenso, rodeados por ojeras de tonos verdosos y morados que parecían dibujar el dolor de su alma.
—Bien, doctor… eso creo —respondió con voz apagada.
Enrique entró con paso sereno y se sentó a un lado de la cama, dejando el expediente sobre sus piernas.
—Ya vino a visitarte Teresa, ¿verdad?
Lucía asintió despacio.
—Sí… tiene un rato que se fue.
El doctor la observó con atención.
—Vaya… creo que no te fue nada bien, ¿verdad?
Ella apretó las manos sobre la sábana, incapaz de detener las lágrimas que empezaron a resbalar por sus mejillas, recuperando un tímido tono rosado.
—No… me preguntó por mi familia, por mi segundo apellido… y yo no sé nada, doctor. No sé quién soy, no sé de dónde vengo. Ni siquiera sé por qué alguien me disparó. Solo sé que… debe ser alguien que me odia, ¿no? ¿O de qué otra forma podría pasar algo así?
Su voz se quebró, y cada palabra se convirtió en un sollozo suave que desgarraba el aire de la habitación.
Enrique la miraba con empatía, pero también con una mezcla de desconcierto y admiración. Era hermosa, demasiado para la crudeza de su situación, y había algo en su dolor que le despertaba una compasión sincera.
—Te entiendo, Lucía. Te entiendo muy bien —dijo con suavidad—. Pero, por el momento, no te preocupes. Aquí estás segura. Aquí estás bien… tanto tú, como tu bebé.
Ella levantó la vista de golpe, como recordando que no había hecho una pregunta importante.
—Gracias, doctor… oiga, ni siquiera le he preguntado su nombre.
Él sonrió.
—Mi nombre es lo de menos, pero bueno, si algún día quieres preguntar por mí, me llamo Enrique Lozano.
Lucía inclinó la cabeza, esbozando una mueca entre curiosidad y ternura.
—Vaya… tiene nombre de rey. Eso sí lo recuerdo.
El médico arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Sí recuerdas eso?
—O eso creo —respondió, encogiéndose de hombros—. Es que… vienen a mi mente como pedacitos de algo. De repente lagunas, luego imágenes, pero me confunde… me confunde mucho.
Él suspiró, acomodándose en la silla.
—Es posible que sean secuelas de haber estado en coma dos meses. Al final, tu cuerpo fue inducido al sueño para protegerte. Tu cerebro estaba inflamado, y el dolor habría sido insoportable. Tenías que dormir.
Hizo una pausa, con un gesto serio.
—Encontramos hasta tierra en tu boca, Lucía. Como si hubieras mordido el suelo o… no sé, como si hubieras estado luchando por sobrevivir en un lugar muy hostil.
Ella lo miró con ojos enrojecidos y voz temblorosa.
—Ya no sé qué sucedió, doctor… lo único que sé es que me duele todo. Me duele la vida. Siento tanta tristeza…
El médico inclinó un poco la cabeza y, con una sonrisa breve, trató de aliviar la tensión.
—Pues no cargues con tanta tristeza. Recuerda que llevas un bebé dentro de ti. Y esa criatura resiente tus emociones… o al menos eso decía mi madre —comentó con un gesto melancólico.
Lucía esbozó una sonrisa débil, apenas un suspiro en sus labios.
—Gracias, doctor. Al menos usted es un buen hombre. Qué bueno que caí en buenas manos.
Él le sostuvo la mirada, serio, con un dejo de ternura.
—Es mi obligación atender a todos mis pacientes. Pero tú… tú eres una paciente especial, Lucía. Estuviste a punto de morir desangrada en la plancha, casi te perdemos. Y sin embargo, aquí estás.
Hizo una pausa, bajando un poco el tono de voz, como si hablara con ella y con algo más.
—Tu misión es grande. Yo lo siento, lo veo en ti. Y mira: sigues aquí.
Las palabras quedaron flotando en la habitación, como un eco extraño que la estremeció. Y por primera vez, Lucía se preguntó si realmente la vida la había devuelto para algo más grande de lo que podía imaginar.