Capítulo:Lucía tiene una nueva opción

1590 Words
En la Ciudad de México, María apenas comenzaba a asimilar su nueva vida. Recordaba ciertas cosas, algunas escenas dispersas, pero no todo. Ese vacío en su memoria la mantenía en un estado de fragilidad, como si cada día caminara sobre un suelo de cristal. Sus únicas visitas constantes eran la enfermera que la apoyaba, Pati, y su doctor de cabecera, Enrique Lozano. El doctor Enrique, sin saber bien por qué, sentía un interés especial por ella. No era personal, ni físico, ni mucho menos s****l; era algo más profundo, una especie de enigma que lo atrapaba. Cada vez que entraba en su habitación, la observaba como si tratara de descifrar un misterio oculto detrás de esos ojos claros y esa palidez tan peculiar. Por eso, en lugar de visitarla una vez al día, lo hacía tres o cuatro veces, siempre con la excusa de revisar su evolución, aunque en el fondo buscaba su presencia. María, tras dos meses inmóvil por el coma, cargaba con las consecuencias en su cuerpo. Llagas dolorosas se habían formado en sus talones, piernas y espalda. Cuidarlas era parte de su rutina diaria, aunque había heridas imposibles de alcanzar por sí sola. Una tarde, el doctor entró de improviso y la encontró inclinada, limpiando con dificultad las llagas de sus pies. —¿Qué haces, Lucía? —preguntó con suavidad. —Nada, doctor —respondió ella, sorprendida, bajando la mirada—. Estoy limpiando mis llagas… ya ve que por el tiempo que estuve en coma me salieron estas heridas. Pero lo que no puedo, doctor, son las de la espalda. ¿Cree que me puede ayudar? Todavía no llega la enfermera Pati. Enrique no lo dudó ni un instante. —Por supuesto, Lucía. Solo dame un momento, voy por unos guantes. Salió rápido, con pasos firmes pero acelerados, como si temiera que ella se arrepintiera de pedírselo. En el consultorio tomó guantes, algodón y agua oxigenada. Al regresar, su respiración estaba más agitada de lo normal. María, confiada, se dio la vuelta en la cama y él comenzó a desamarrar lentamente la bata hospitalaria. Lo hizo con tal cuidado que parecía temer romper un hilo invisible que los unía. Cuando la prenda cayó un poco, dejó al descubierto su espalda: huesuda, marcada por las costillas que se saltaba en esa delgadez extrema, con la columna vertebral dibujando una línea pronunciada. Entre esa fragilidad, se extendían las llagas que necesitaban limpieza urgente. Enrique tragó saliva. Había visto cientos de cuerpos desnudos en su profesión, pero nunca de esa forma. No la miraba como a una paciente más. Había algo en esa piel pálida, casi translúcida, cubierta por un vello dorado finísimo que brillaba con la luz. Y el olor… un aroma dulce, natural, imposible de describir, porque María no usaba perfume. Ese detalle lo desconcertaba: ella emanaba por sí sola un rastro que lo envolvía. Se obligó a mantener la compostura. Con delicadeza extrema, humedeció el algodón y fue limpiando una a una las heridas, evitando hacer presión. Cada movimiento era un acto de cuidado, casi de ternura. Cuando terminó, habló con un tono más sereno: —Recuéstate de lado, Lucía. La herida está fresca, necesita aire para secarse. —Gracias, doctor —murmuró ella, intentando acomodarse—. Pero… la verdad es que no quiero quedarme sola. Estoy cansada, sí, pero quiero caminar un poco. ¿Podría acompañarme, o está muy ocupado? Enrique la miró. Había algo en su pedido, una vulnerabilidad que lo conmovía más que cualquier diagnóstico. —No te preocupes, Lucía. Sí, te acompaño. Ella se levantó despacio, se puso las pantuflas y, con el suero en la mano, empezó a caminar. Enrique, con instinto protector, la tomó del brazo para darle estabilidad. Salieron al pasillo, avanzando despacio, casi al mismo ritmo de un vals silencioso. —Vamos paso a paso, no hay prisa —dijo él, marcando un ritmo suave. —Gracias, doctor. Caminaron un tramo en silencio hasta que él, queriendo romper esa tensión que sentía, preguntó: —¿Ya sabes lo que harás una vez que te den de alta? —No —respondió ella con sinceridad—. No sé a dónde voy a ir. Creo que le tomaré la palabra a Teresa, pero… una vez que se acabe la ayuda que me ofrezcan, no sé dónde estaré. Enrique se detuvo. Llevaba tiempo pensando en eso, pero no había encontrado cómo plantearlo. Sabía que se arriesgaba, que podía sonar indebido, pero no podía quedarse callado. —Lucía… si quieres, y si confías en mí, yo te ofrezco mi casa. Ella lo miró, sorprendida, y él se apresuró a aclarar: —Mírame bien, no me malinterpretes, por favor. Tú eres muy joven, estás embarazada, y no tienes a tu familia cerca. Eso te hace muy vulnerable. Yo no vivo con nadie, solo con mi perro, que pasa mucho tiempo solo porque mis guardias aquí son largas. Te ofrezco un lugar donde estar, hasta que encuentres un trabajo y tengas una vida estable para ti y para tu bebé. Te lo digo de todo corazón. María bajó la mirada, conmovida. Lo observó de reojo: su piel morena, la barba cerrada y bien cuidada, el cabello n***o siempre perfectamente peinado, y esos ojos oscuros, intensos, que parecían leer lo que ella no decía. Había en él una presencia sólida, casi serena, que le transmitía confianza. —Es usted muy amable, doctor —dijo con voz suave, aún incrédula—. Déjeme pensarlo. La verdad es que nadie me había ofrecido algo así, solo por ser educados conmigo. Él asintió con una media sonrisa, como quitándole peso a lo que acababa de decir. —No te preocupes, Lucía. Tómate tu tiempo. Yo solo quiero que estés bien. Tú… y también tu bebé. María estaba recostada, aún con la bata floja y el suero a un lado, cuando Teresa entró al cuarto con una carpeta en las manos. Su rostro, siempre serio pero maternal, transmitía una mezcla de firmeza y ternura. —María —dijo, acercándose—, necesito que firmes aquí para poder iniciar el proceso de ingreso a la organización de mujeres en situaciones vulnerables. Colocó los papeles frente a ella. María tomó la pluma, pero se quedó observando la hoja en blanco, con los ojos perdidos en un punto lejano. Sus labios temblaron al formular la pregunta que le rondaba desde hacía horas. —Oye, Teresa… ¿crees que sea bueno? —su voz sonó apagada, como la de alguien que duda entre la esperanza y el miedo. Teresa suspiró, se acomodó en la silla a su lado y habló con sinceridad: —Mira, hija… sí es bueno, pero no te voy a mentir: es una ayuda muy precaria. Te brindan un techo, comida y cierta protección, pero no es algo duradero. Apenas lo justo para sobrevivir. María apretó la pluma entre sus dedos y bajó la mirada, nerviosa. Finalmente, se armó de valor para confesar lo que le inquietaba. —Es que… el doctor Enrique me está ofreciendo su casa. Dice que puedo vivir con él mientras encuentro trabajo y un lugar donde quedarme. Teresa abrió los ojos con sorpresa, como si no hubiera esperado escuchar eso. —¿En serio? —Sí, Teresa. —María asintió despacio, con un hilo de voz. La mujer se inclinó hacia ella, bajando el tono como si compartiera un secreto. —Bueno… el doctor Enrique es muy reservado con su vida. Aquí todos sabemos que es soltero, dedicado por completo a su carrera. Sus padres son de ascendencia india, de ahí esa fisonomía tan particular… y por eso es tan guapo. Una sonrisa traviesa se dibujó en el rostro de Teresa. —Varias enfermeras andan detrás de él, no te voy a mentir. María, por primera vez en días, dejó escapar una pequeña risa, tímida, mientras se llevaba un mechón de cabello detrás de la oreja. —Pero si él te ofrece su casa, Lucía, es porque algo vio en ti. Créeme, ese hombre no da pasos en falso. Aparte… —la miró de arriba abajo con dulzura— eres hermosa, niña. Y ahora llevas una vida en tu vientre, eso te hace aún más especial. María bajó la cabeza, incómoda. Sentía un calor extraño en las mejillas, una mezcla de rubor y confusión. —No, Teresa… no. Yo no podría… enamorarme ni nada de eso. Ni siquiera sé quién soy, ni de dónde vengo. ¿Cómo voy a pensar en algo así? Teresa sonrió con ternura, como quien guarda un secreto que el otro aún no está listo para aceptar. —Todo es posible, niña. Todo. A veces la vida nos pone frente a personas que llegan a ser más familia que la sangre misma. Y si yo fuera tú… aceptaba. Se levantó despacio, cerró la carpeta y acarició suavemente el hombro de María antes de salir. —Piénsalo, y me avisas. La puerta se cerró, dejando a María sola con el silencio. Se llevó las manos al vientre, acariciándolo con suavidad. Dentro de ella, ese pequeño latido era su única certeza. No tenía memoria, no tenía familia, y el futuro se le presentaba como un túnel oscuro. El eco de las palabras de Teresa la perseguía: “Si yo fuera tú, aceptaba.” María cerró los ojos, conteniendo las lágrimas. Lo único que podía pensar era en proteger a su bebé, en darle un lugar seguro. Quizás la respuesta estaba ahí, en la mirada serena del doctor Enrique y en esa propuesta que parecía más un rescate que una invitación.
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