Las semanas habían transcurrido con una naturalidad extraña, como si la vida misma se resistiera a detenerse pese a la tragedia que pesaba sobre todos. En Monterrey, Ramiro Bárcenas comenzaba a mostrar signos de recuperación. Después de largas jornadas de rehabilitación, podía levantarse de la cama por sí mismo, caminar apoyado en su bastón y hasta bañarse sin asistencia. El pulmón, aunque resentido por el daño, iba ganando fuerza poco a poco, y con cada respiración profunda parecía aferrarse de nuevo a la vida. Ana María, su hermana, se había convertido en su enfermera de cabecera. Estaba siempre atenta a los medicamentos, las terapias y el ánimo de Ramiro. Sin embargo, en su interior cargaba silencios pesados. Aquella mujer fuerte, entera, educada con valores firmes, había preferido cal

