Esa primera noche en la Herradura, Ramiro no pudo concebir el sueño. Se revolvía entre las cobijas como si la cama le quedara ajena, incómoda, como si su cuerpo mismo rechazara el descanso. Daba vueltas de un lado a otro, resoplando con frustración, y cada vez que cerraba los ojos lo único que encontraba eran pensamientos que no lo dejaban en paz. Volteó hacia la ventana. La luna llena, redonda y luminosa, bañaba el cuarto con su resplandor plateado. Y entonces lo golpeó el recuerdo: cuántas veces había visto a María bajo esa misma luna, cómo su piel blanca parecía encenderse con los rayos fríos de la noche. Esa imagen lo atravesó como una daga. Se sintió enfermo, impotente, como un hombre incompleto. Había perdido al amor de su vida, y ni el lujo ni las tierras ni la Herradura entera pod

