—¿Qué fue eso, Lucía? —preguntó Enrique mientras salían del centro comercial. Sus cejas estaban fruncidas, no con enojo, sino con una mezcla de desconcierto y preocupación—. ¿Por qué dijiste que era tu esposo?
Lucía tragó saliva, su respiración aún agitada, sus ojos brillando como si estuviera a punto de romperse.
—No sé… perdón, ¿te molestó?
—No, para nada —respondió Enrique enseguida, llevándose la mano al pecho con suavidad—. Tú sabes cuáles son mis intenciones contigo, nunca me molestaría algo así. Pero… —la miró de reojo mientras empujaba la carriola—, ¿reconociste a ese hombre?
Lucía negó despacio, aunque su voz se quebró.
—No, Enrique… pero se me hizo tan familiar… —apretó los labios, temblando.
—¿Qué tal si es parte de tu antigua vida? —sugirió él con cautela, tomando la mano
