La lluvia golpeaba los cristales del despacho con insistencia, dibujando caminos líquidos que distorsionaban las luces de la ciudad. El tic tac del reloj de pared marcaba las 2:17 a.m. cuando un discreto golpe en la puerta interrumpió los pensamientos de Lucía. Tres golpes precisos, ni uno más ni uno menos, como siempre. —Señorita Valdez —la voz grave de Alfredo, su mayordomo y chofer, filtró desde el otro lado con esa cadencia británica perfectamente modulada—. Ya es hora de retirarnos señorita, es demasiado tarde para estar en la oficina o lo suficientemente temprano para iniciar la jornada laboral. Lucía giró el brazalete en su muñeca, sintiendo el peso del platino contra su piel. La joya, demasiado elaborada para ser un simple regalo, capturaba la luz de la lámpara, haciendo que los

