La limusina esperaba, Alfredo sosteniendo la puerta con esa discreción británica que todo lo notaba y nada comentaba. Dentro, el cuero frío del asiento no logró calmar el fuego bajo su piel. Las calles de Caracas desfilaron ante sus ojos sin registro, borrosas como sus pensamientos. El penthouse -usualmente su fortaleza- la recibió con paredes que parecían susurrar: *¿Y ahora qué, Lucía?* Frente al espejo del vestíbulo, la mujer que reflejaba era una extraña: labios entreabiertos, blusa levemente desajustada por el trayecto apresurado, manos que revisaban por tercera vez el reloj. **6:42**. El tiempo, ese aliado eterno, se había vuelto su cómplice y verdugo. El vestidor de Lucía parecía un campo de batalla: tres vestidos yacían derrotados sobre la cama king size, víctimas de una indeci

