Capítulo 2

2159 Words
Él me sostiene la mirada medio segundo, y luego su camiseta sale volando. Se acomoda de nuevo en el sillón, todavía inclinado hacia mi espacio, pero ahora mostrando kilómetros de pecho duro, abdomen marcado, caderas definidas y ese rastro perfecto de vello que desaparece bajo su pantalón deportivo. —Ahora dime, ¿qué vas a hacer tú para fastidiarme? —pregunta. Debería volcarle el helado en la cabeza. Pero quiero hacer otra cosa. Algo incorrecto. ¿O correcto? ¿Tal vez? A la mierda. Pensar fue lo que me metió en problemas con Harold. Pensé que era lo que quería. Pensé que lo amaba porque creía que debía hacerlo. Pensé que sería un buen compañero. Pensé que queríamos lo mismo en la vida. Pensé que Cassian era molesto. Pero mi cuerpo no está pensando. Mi cuerpo solo desea. Dejo el helado sobre la mesita tambaleante que mi hermano arregló hace años, y me quito el sudadero y la camiseta universitaria manchada debajo. —¿Ya estás fastidiado? —ronroneo. Dios mío, estoy ronroneando. Su mirada baja a mi pecho, y su pantalón deportivo se tensa. Santo cielo. Cassian Rogers está bien dotado, y eso hace que mi centro hormiguee. Eso no me pasaba con solo mirar a un hombre desde hace meses. —Sí —dice con voz grave y baja—. Sí, estoy jodidamente fastidiado. Me pongo de pie y me deslizo fuera de mis mallas, porque sé que esto es una mala idea, pero ninguna buena idea que he tenido en la vida me ha dado lo que quería, ¿o sí? —Cristo, Eileen —murmura con voz ronca. —Ojalá tú te vieras así de bien —le digo, aunque tampoco logro mantener firme la voz. Culparía al helado por el cosquilleo embriagador en mis dedos y en mis pies, pero mi sangre no tiene más que azúcar. Dejo que Cassian me observe todo el tiempo que quiera, porque sé que me veo bien. Voy al gimnasio a levantar pesas cuatro mañanas a la semana. Corro maratones. Aun así, tengo curvas. No corro sin un sujetador deportivo de alta resistencia y mi trasero podría aplastar a una supermodelo, pero no voy a disculparme por tener el cuerpo de una mujer. Soy una mujer. Una mujer fuerte, poderosa, única, que jodidamente merece exactamente lo que estoy viendo en el deseo puro en los ojos grises de Cassian. Si antes nunca había notado mi cuerpo, ahora sí lo está haciendo. —Necesitas volver a ponerte la ropa —dice, pero sus ojos no coinciden con sus palabras. Sus ojos me ofrecen usar mi cuerpo para hacer que mi cerebro olvide el sufrimiento de mi corazón. —¿O qué? —pregunto. Él traga saliva visiblemente, pero no responde. Tampoco desvía la mirada. Deslizo un tirante de mi sujetador por mi hombro, dejándolo colgar en el pliegue de mi codo, ni puesto ni quitado. —Eileen —advierte, su mano yéndose hacia su pantalón sobre su polla, como si no pudiera decidir si quiere presionarla para detenerla o masturbarse mientras me ve desvestirme. —Me duele —digo, dejando caer el otro tirante hasta la mitad de mi brazo también. Sigo cubierta por mis simples copas de satén, pero alcanzo detrás de mí como si fuera a desabrochar la banda, y ambos sabemos que él tendría un espectáculo completo de mis pechos si lo hago—. Me duele. No quiero lastimar. ¿Tú sí? —No —resopla. —¿No quieres simplemente decir a la mierda todo y sentirte bien unos minutos? —Sí. Apago todas las señales de alerta que me gritan en la cabeza, porque no todas dicen “no te acuestes con el mejor amigo de tu hermano”. Algunas dicen “sabes cuánto tiempo te costó olvidarlo la última vez que te gustó”. Y otras: “está indisponible, idiota, y tú también lo estás. Sabes que no puedes hacer esto sin que se involucren los sentimientos”. ¿No puedo? —Probablemente seas un desastre en la cama —murmuro, dejando caer el sujetador al suelo con un golpe suave. Él se endereza sin prisa, como si mis palabras fueran un desafío que no piensa perder. Los pantalones se deslizan por sus piernas y se amontonan en el suelo. Un movimiento más, y sus boxers lo siguen, sin pudor, como si su cuerpo fuera un arma y supiera exactamente cómo usarla. Mis ojos bajan, inevitablemente. Su m*****o se alza con una arrogancia que me roba el aire. Es distinto a lo que conozco: más grueso, más marcado, como si cada vena fuese un recordatorio de que este hombre nunca juega a lo seguro. Trago saliva y me obligo a no acercarme, aunque cada fibra de mi cuerpo grita lo contrario. —Probablemente te acuestas como un fideo frío y flácido —replica, con esa sonrisa maldita que siempre he querido borrar… o besar. —Inténtalo —respondo, y mi voz suena más áspera de lo que imaginaba. No hay advertencia. Su boca aplasta la mía, y el impacto es fuego puro. Sabe a canela, cerveza y verano, como un recuerdo que nunca tuve pero siempre quise. Su piel arde contra la mía, su lengua no tiene piedad, y su erección se clava en mi vientre, dejándome sin escapatoria. Sus manos recorren mis costados, subiendo, tentadoras, hasta rozar la curva inferior de mis pechos. Un gemido se me escapa contra sus labios. Él responde con otro, grave, profundo. Nuestras lenguas chocan como dos guerreros en una batalla que lleva años gestándose, desde antes de entender qué era la guerra. Mis uñas raspan su espalda; él aprieta mis pechos con fuerza, y de alguna manera termino empujándolo hasta que cae de rodillas, arrastrándome con él al suelo. Esto es una locura. Debería parar. Pero no puedo. —Condón —jadea—. Billetera. Me aparto lo justo para tomarla de la mesita, las manos temblorosas por la urgencia. —Apúrate antes de que cambie de opinión. Se detiene un segundo, con esa mirada que me desarma. Como si él alguna vez fuera a cambiar de opinión. Así que lo tomo. Lo envuelvo con mi mano antes de que pueda decir algo más, y siento el peso, la dureza, la vida latiendo bajo mi palma. No quiero pensar. Solo quiero sentir. Y ahora mismo, mi piel es un incendio, mi centro late con una necesidad insoportable, y mis pechos se sienten pesados, hambrientos de atención. —Joder, Eileen —gruñe, la cabeza echada hacia atrás mientras busca el condón. En cuanto lo saca, se lo arrebato, rompo el envoltorio con los dientes y lo deslizo por su eje, lento, torturante. —Tócalos —ordeno, apenas reconociendo mi propia voz. Sus manos obedecen con una devoción feroz. —Joder… tan suaves —murmura, probando el peso de mis copas, atrapando mis pezones entre sus dedos, pellizcándolos justo lo suficiente para arrancarme un gemido. Cada caricia manda descargas eléctricas directas a mi centro. Alterna, un pezón, luego el otro, como si estuviera componiendo una sinfonía solo para mí. —Están duros —susurro, justo cuando termino de cubrirlo con el látex. No me da tiempo a respirar antes de que me gire sobre la espalda, su boca devorando la mía otra vez. Arrancamos mis panties como si quemaran, y abro las piernas sin pensar, invitándolo a más, a todo. Y entonces, me llena. No con suavidad, no con timidez. Con la brutalidad exacta que mi cuerpo anhelaba. Es nuevo. Es extraño. Pero es glorioso. Se desliza en mi calor empapado como si hubiera nacido para eso, estirándome, reclamando cada rincón. Me arqueo, buscando más, más hondo, más fuerte. —Me vuelves jodidamente loco —gruñe contra mi cuello mientras embiste con un ritmo que me hace ver estrellas. No puedo responder. Apenas respiro. Solo sé que… —Ahí. Justo ahí —suplico, moviendo mis caderas para que cada golpe llegue donde más lo necesito. —No cierres los ojos —ordena con una voz que quema. Los abro. Y lo veo. Cassian Rogers me mira como si quisiera destruirme y salvarme al mismo tiempo. Cada embestida es un golpe de realidad, cada jadeo suyo una confesión sin palabras. Me llena por completo, se retira apenas lo justo para que el siguiente empuje sea aún más devastador. ¿Cuánto lo odié? ¿Y cuánto miedo tuve… de esto? Te lo dije, susurra mi subconsciente, venenoso, justo cuando él golpea ese punto dulce una vez más y todo mi mundo se rompe en pedazos. El orgasmo me sacude como una descarga eléctrica, devastador, imparable, y me arranca el aire de los pulmones. Mi cuerpo se aprieta, pulsa y late alrededor de su dureza, atrapándolo, reclamándolo, mientras mi garganta emite un grito ahogado que jamás llega a nacer. Él gime contra mi boca, áspero, animal, y siento cómo se tensa, cómo se congela dentro de mí al mismo tiempo que sus ojos siguen clavados en los míos. Hay fuego en ellos. Rabia, dolor, deseo… y algo más que no me atrevo a nombrar. Es como caer juntos en un abismo sin fin. Somos un par, pienso, con una claridad cruel. Y no me asusta tanto como debería. Estoy jadeando, el pecho ardiendo, mi respiración rugiendo en mis oídos cuando, de repente, su cuerpo se pone rígido. El calor que nos envolvía se corta de golpe, como un hilo roto. —Oh, mierda —susurra, su voz temblando entre incredulidad y horror—. Joder… Eileen. Antes de que pueda reaccionar, se aparta. Se arranca de mí con tanta prisa que mi cuerpo protesta con un vacío doloroso. El frío me golpea. Y entonces lo veo, de rodillas, cubriéndose, moviéndose como si acabara de cometer un crimen. —Joder… Eileen —repite, mirando a su alrededor, buscando algo que no existe, sacudiendo la cabeza con violencia—. No deberíamos haber hecho esto. Las palabras caen como cuchillas. Tardan un segundo en calarme, en rasgarme. Y cuando lo hacen, me siento hueca. Él aprovecha mi silencio como un cobarde. Se viste a toda prisa, sin mirarme, como si cuanto más rápido lo haga, menos real sea lo que acaba de pasar. —Joder. Lo siento. Yo… —Cállate —escupo, con la voz quebrada mientras busco mi ropa con manos temblorosas. Siento las lágrimas detrás de los ojos, presionando, amenazando con traicionarme. No. No aquí. No frente a él. —Solo cállate. Me agacho, recojo mis panties del suelo, el sujetador, lo que sea, sin importarme el desorden. Solo quiero salir de esta habitación. Salir de su mirada. Salir de esta maldita sensación de haber saltado de un precipicio sin red. —Eileen… —su voz es baja, cargada de algo que no quiero escuchar. —¡Cállate! —le grito ahora, empujando las palabras como si fueran armas. Y ahí está. Esa simpatía podrida, ese arrepentimiento que lo envuelve todo. Como si me hubiera hecho un favor y ahora lo lamentara. Como si todo esto no fuera más que un error que se apresura a borrar. Y lo peor… es que puedo leerlo todo en la forma en que dice mi nombre. Mierda. Mierda. Da un paso hacia mí, pero lo freno con ambas manos contra su pecho. Lo empujo. Él se tambalea, sorprendido, y yo aprovecho para tomar lo que queda de mi dignidad y vestirla como una armadura rota. Tiene razón, claro. Es Cassian. Siempre la tiene. Si esto fue un error… Si yo soy un error… entonces sí, lo soy. Un error que creyó que acostarse con el mejor amigo de su hermano era la cura perfecta para un corazón hecho añicos. Patético. No lo miro cuando corro hacia la puerta. No quiero ver su cara. No quiero ver en sus ojos lo que ya sé. —Eileen —me llama, apenas un susurro, como si las paredes pudieran salvarnos. Lo ignoro. Porque ya he sido el error de alguien antes. Y mientras corro hacia la noche invernal, sintiendo cómo el aire helado me corta la piel, hago un juramento. Nunca más. Nunca. Más. Las palabras se clavan en mi garganta mientras subo al auto y arranco con manos temblorosas. —Nunca más —susurro entre dientes, mientras la casa se aleja. —Nunca más —repito al doblar por la calle, la voz quebrada. —Nunca más —murmuro entre lágrimas que ya no puedo contener. Pero el destino no escucha juramentos. Veo el movimiento demasiado tarde: unas luces que se deslizan por la rampa junto a mí, veloces, implacables. Un destello. Chispas. El rugido metálico de dos mundos chocando. Giro el volante, pero todo ocurre en una secuencia brutal: Un crujido seco. El estallido de vidrios. El grito de la carrocería doblándose sobre sí misma. Y luego… Dolor. Dolor cegador, quemante, que me arranca el aire. Nunca más, pienso. Es mi último pensamiento antes de que todo se vuelva n***o.
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