La cena

1476 Words
+*+*++*+*+*+*+*+*+ Las ocho de la noche. La última madre había recogido a su hija hacía media hora, y la academia se había hundido en ese silencio profundo que solo conocen los lugares que han sido llenados de risas y música. Estaba exhausta. Mentalmente, físicamente, emocionalmente. Mi cuerpo dolía menos que mi alma. Me apoyé en la barra y miré mi reflejo. El leotardo, las mallas, el moño deshecho. Parecía una guerrera después de la batalla, solo que mi guerra era contra mi padre y, ahora, contra ese hombre, Dante Varonelli. —Nos veremos —había susurrado. La promesa sonaba a sentencia. Y sabía que no podía huir. Si huía, mi padre moría, y aunque mi vínculo con él estaba roto, no era capaz de cargar con esa muerte. Además, si vendía mi casa ahora, la deuda con Dante no haría más que crecer, pues él ya había puesto sus garras en mi patrimonio. Lo mejor, lo más cobarde y lo más valiente a la vez, era quedarme y jugar sus reglas, al menos hasta que encontrara la forma de destruir el tablero. Tenía que ir a cenar a su jaula de oro o eso es lo que él piensa que haré. Pero antes de todo, necesitaba despojarme del día, del miedo, de la humillación. Necesitaba el ritual del agua. Arrastré mis pies por el suelo de madera hasta el pequeño vestuario privado detrás del escenario, mi único espacio verdaderamente mío en la academia. El aire allí olía a lavanda y talco. Abrí el grifo y dejé que el agua caliente se derramara, llenando la cabina con vapor. Me quité el leotardo y lo arrojé con rabia al cesto. Entré bajo el chorro, cerrando los ojos. El calor era un analgésico temporal. Me enjaboné lentamente, lavando la tensión, lavando las lágrimas secas, lavando el olor a peligro que creía haber traído de mi encuentro con él. Soy Elena Moreau. Soy fuerte. Sobreviví a un accidente que mi padre tiene toda la culpa, ese mismo en el que mamá no sobrevivió. Me enjuagué el cabello, sintiendo cómo el agua arrastraba la espuma y el peso de mi moño. La paz era fugaz, pero era mía. Terminé. Apagué el agua y el silencio volvió, interrumpido solo por el goteo de la regadera. Estiré la mano, buscando la toalla de felpa que siempre colgaba del gancho. Pero mis dedos solo tocaron aire. Fruncí el ceño y, con el corazón latiendo ya con una premonición helada, corrí la cortina de plástico. Y allí estaba. Dante Varonelli. Inmóvil. Alto. Una sombra en el umbral del vestuario, observándome con ese rostro impasible, como si no estuviera invadiendo el espacio más privado de mi vida. Vestía el mismo traje gris carbón, impecable, y la sola presencia de su cuerpo imponente bastaba para paralizarme. Un grito mudo quedó atrapado en mi garganta. Mi corazón se desbocó y mis manos volaron instintivamente para cubrir mi pecho. Sentí el rubor subir por mi piel, que segundos antes estaba relajada. La humillación me golpeó con la fuerza de un latigazo. —¿Qué… qué demonios haces aquí? —Logré jadear, agachándome torpemente, intentando que el diminuto espacio de la ducha me diera refugio. Sus ojos, ese par de esmeraldas frías, me recorrieron con una lentitud insultante, como si estuviera catalogando una pieza de arte. —Tranquila, ballerina. —Su voz era grave y plana, sin una pizca de disculpa—. Veo a mujeres desnudas a diario. Y tienes lo mismo. Esa absoluta falta de vergüenza y ese desprecio casual por mi intimidad me inyectaron adrenalina pura. —¡Entonces lárgate de aquí! —grité, aunque el sonido se sentía ahogado por la acústica del vestuario—. ¡Sal de mi estudio! Dante no se movió. Dio un paso hacia adelante, y la luz tenue del pasillo reveló la dureza de su mandíbula. —No. Estoy aquí para llevarte a cenar —dijo, como si estuviera dando un aviso del tiempo—. Mi sobrina quiere que estés en esa cena. Ha invitado a sus compañeritas y quiere presumirte. —¿Qué? —exclamé, entre la vergüenza y una furia que me hacía temblar. ¿Presumirme? ¿Como un trofeo? ¿Como su nuevo juguete?—. ¿Qué crees que soy? ¡Solo soy la profesora! ¡Déjate de tonterías! —No son tonterías. Es mi capricho. Y mis caprichos se cumplen. Así que vístete. —¡No! —Mi voz se quebró de rabia—. ¡No me visto hasta que te largues! ¡No voy a permitir que me veas! Él sonrió, esa media sonrisa arrogante que me prometía dolor. —Entonces aquí estaremos juntos —dijo, y para mi horror, dio un paso más, se acercó a mi toalla, la descolgó con calma y la arrojó sobre el banco más cercano, lejos de mi alcance—. Yo tengo toda la noche. Se sentó en el único banquillo de madera que había, cruzó las piernas y me miró. Era una tortura psicológica. Sabía que no se iría. Y yo estaba atrapada en el rincón más pequeño de mi propia academia, desnuda y vulnerable ante el hombre que me había comprado. Mi mente trabajaba a mil. ¿Ceder? No. Ceder era la muerte. Ceder era reconocer que yo era solo un objeto. El orgullo, ese fuego interno que había nacido en la sala de rehabilitación cuando me dijeron que no volvería a competir, era más fuerte que la vergüenza. Me dije que no me dejaría intimidar. Si quería una humillación, le daría un desafío. Respiré hondo. Tragué mi miedo, mi pudor, mi dignidad. Me obligué a alzar la barbilla. No te dobles, Elena. No le des el gusto. Lentamente, como si estuviera ejecutando el movimiento más difícil de mi carrera, me levanté del suelo de la ducha. Mis músculos tensos, mi postura erecta, casi militar. Me obligué a mirar más allá de él, hacia la pared, pero sabía que sus ojos me estaban devorando. Sentí el peso de su mirada, escrutándome de arriba abajo. Pude ver de reojo cómo su expresión se mantuvo impasible, profesionalmente observadora, pero la presión de esa mirada era casi física. Era peor que un toque. Era la toma de posesión silenciosa. Con pasos lentos y decididos, me moví hacia el banco. Me sentía eternamente expuesta, cada paso era una humillación, pero mi orgullo no me permitía correr. Tomé la toalla y me la enrollé alrededor del cuerpo con un movimiento rápido y brusco, como cerrando una puerta de golpe. Dante me permitió el momento, su silencio era su arma. Cuando la toalla de felpa cubrió mi piel, sentí un leve alivio, una pequeña victoria. Me giré para encararlo, apoyándome en la pared. Y fue entonces cuando su voz grave y cortante me perforó. —Esa cicatriz… ¿Cuál es su historia? Mi mano voló instintivamente a mi muslo derecho, donde una línea blanca e irregular, de casi quince centímetros, rompía la suavidad de mi piel atlética. El recuerdo de mi accidente. De la sangre, el metal, el crujido de los huesos, la muerte de mi madre. —No es de su incumbencia —respondí, mi voz ahora fría como el hielo. El tono cambió. De la rabia a la defensa total. —Todo lo que te concierne es de mi incumbencia, Elena. Ahora me perteneces. Quiero saber de dónde vienen tus demonios. —Mis demonios son míos. Y esa es la prueba de que sobreviví a lo peor —le espeté, sin mover la mano de la cicatriz. —Sobreviviste —repitió, su tono analítico, no compasivo—. Pero te costó la danza. Y a tu madre. ¿Cómo lo sabía? ¿Había investigado cada minuto de mi vida? —¡Eres un miserable! —Me lancé hacia él, ignorando el peligro. El aire vibró con mi ira—. ¡Has investigado mi dolor! ¿Crees que puedes usar eso contra mí? ¡Esa cicatriz es mi medalla! Me recuerda que, a diferencia de mi padre, yo elegí levantarme, reconstruirme. ¡No me rendí! Dante me tomó de los brazos, deteniendo mi embestida con una fuerza que me hizo jadear. No me lastimó, pero su agarre era de hierro. —Me gusta tu ira —dijo, acercando su rostro al mío hasta que solo pude ver la complejidad de sus ojos verdes—. Pero la ira no te vestirá. Tienes quince minutos. Te esperaré en la recepción. Y quiero que vayas vestida como la mujer que eres: elegante. No voy a avergonzar a mi sobrina. Me soltó y salió sin mirar atrás, dejando la puerta abierta. Me quedé allí, temblando de rabia. Él había visto mi cuerpo desnudo y vulnerable, pero lo peor era que había visto mi herida más profunda, la que llevaba en el alma, y había usado esa información para controlarme.
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