El desayuno

1554 Words
Me acerqué al ventanal. Me sentí completamente sola, aislada por el lujo y la altura. Mi atención se desvió hacia su escritorio, donde había dejado su saco y su corbata. También había un teléfono de oficina de apariencia severa. Me pregunté qué pasaría si lo usaba para llamar a la policía, o a Gianna. No. Dante habría desconectado las líneas externas. Cualquier acto impulsivo solo confirmaría su control sobre mí. El estómago me rugió, patético, rompiendo mi concentración de estratega. Tenía hambre, mi cuerpo me exigía combustible, no drama. Justo en ese momento, un golpe seco y rápido resonó en la puerta de ébano, no una llamada, sino una orden. —¿Señorita Moreau? Es la hora del desayuno —La voz era femenina, pero formal y sin emoción. Me acerqué a la puerta, mi cuerpo tenso. —La puerta está cerrada. Se oyó el chirrido de una llave en la cerradura, seguido por el inconfundible click del cerrojo. Una mujer entró. No era Gianna. Era una señora de unos cincuenta años, vestida con un uniforme impecable y con un rostro que no mostraba absolutamente ninguna expresión. Parecía más un robot de seguridad que una persona. Llevaba una bandeja de plata, reluciente y cargada con un despliegue ofensivo de delicadezas: fruta fresca cortada artísticamente, té humeante en una taza de porcelana fina y un pequeño tarro de yogur griego. Todo perfectamente organizado. La mujer no me miró a los ojos. Su mirada se deslizó por mí, desde mi pelo revuelto hasta mis pies, con una indiferencia pasmosa. Ella era el rostro de la eficiencia brutal de la casa Varonelli. —El señor Dante ha ordenado un desayuno ligero y nutritivo, adaptado a su… disciplina —dijo, su voz plana, como si leyera un anuncio fúnebre. Se acercó a la mesa de café y colocó la bandeja con una precisión militar. Noté que no había cuchillo en la bandeja. Control total. —También ha dejado esto —añadió, sacando de su bolsillo un pequeño paquete sellado—. Es su dosis de la mañana. Analgésicos. Me tendió el paquete. La mirada de la señora finalmente se fijó en mí, y por un instante fugaz, vi una pequeña y oscura advertencia en sus ojos: No causes problemas. —Gracias —dije, usando mi tono de bailarina, pulido y vacío, sarcástico hasta el tuétano. —El señor Dante regresará en unas horas. Me ha ordenado que espere fuera de la puerta hasta que usted termine, y me ha recordado que no debo responder a ninguna pregunta que no sea sobre el menú o la temperatura de la habitación. Claro. Su asistente personal para la esclavitud. —¿Y si quiero hacer ejercicio? ¿Necesito un permiso de salida de la prisión? —pregunté, mi voz teñida de un sarcasmo grueso. Ella se giró con una lentitud exasperante, sin inmutarse por mi tono. —El señor Dante ha informado que puede utilizar el gimnasio privado de esta suite. Es la puerta de allá. Pero debe abstenerse de cualquier esfuerzo que comprometa su pierna. Sus movimientos son supervisados. Mi sangre se congeló. Supervisados. Miré alrededor de la habitación, sintiendo un escalofrío. No había cámaras visibles, pero la seguridad y el control en esta casa eran de otro nivel. Sabía que cada pulgada cuadrada de esta suite estaba siendo vigilada por ojos invisibles, ya sea a través de un micrófono, un sensor o un guardia. Dante no era solo un amo; era un panóptico. —Entendido —dije, cogiendo la bolsa de analgésicos con una rabia contenida—. Dígale a mi "dueño" que el desayuno es excelente. Pero no tengo apetito para su hipocresía. La señora asintió, su rostro inexpresivo. —Le transmitiré el mensaje, señorita. Si necesita algo más, estoy afuera. Salió, y oí el click familiar de la cerradura. De nuevo, la jaula. Me acerqué a la bandeja de desayuno. Mi hambre era real, pero mi orgullo era más fuerte. Cogí una uva, la fruta más pequeña y menos sustanciosa, y la llevé a mi boca, masticándola con una lentitud meditada. Me dirigí a la puerta que ella había señalado: el gimnasio. Tiré de la manija. No estaba cerrada. Dante me había dado una zona de ejercicio. Un patio de recreo para la prisionera. Entré. Era un espacio de cristal con espejos de suelo a techo, una barra de ballet de madera pulida y máquinas de estiramiento de última generación. Era el escenario perfecto para mi rehabilitación. ¿Qué es esto? ¿Será que lo tenía planeado? No puede ser. Vi mi reflejo. La bailarina a medio morir. Pero la visión del estudio y la barra, el único lugar donde podía recuperar mi poder, fue un acicate. Mi dolor se canalizó en una única y fría ambición. Me acerqué a la barra de ballet, sintiendo la madera fría bajo mis dedos. Era mi ancla, mi salvación. ** Me apoyé en la barra. Mi rodilla era mi debilidad, pero también mi maestro. El dolor era la medida de mi esfuerzo. Empecé el calentamiento. Primero con la pierna izquierda, la sana. Pliés, tendus, movimientos lentos y controlados. Cada estiramiento era una declaración de guerra contra la fatiga, contra Dante, contra mi propia desgracia. Cuando llegó el momento de trabajar la pierna derecha, sentí miedo. El miedo al dolor, el miedo a la rotura final. Respiré hondo, recordando las palabras que había dicho a las madres: Pasión. Ambición. La voluntad de quebrar el cuerpo mil veces. Era mi turno. Puse mi mano sobre mi muslo, y con una expresión de agonía tensa, levanté la pierna derecha en un lento tendu, sintiendo el temblor del músculo y el roce del metal. No era un ejercicio; era una penitencia. En ese momento, yo no era la esclava de Dante Varonelli. Yo era Elena Moreau, la bailarina herida, la que no podía permitirse el lujo de la debilidad. El gimnasio de cristal se convirtió en mi campo de batalla. + Estuve trabajando por más de una hora, el sudor empapando la camiseta gris. No era una sesión de entrenamiento completa, sino una prueba de voluntad. Estiraba, respiraba, sentía el metal y lo desafiaba. Necesitaba estar en forma, fuerte, para enfrentarme a Dante en sus propios términos. Un click resonó en el silencio de la suite. No fue el de la señora. Fue el sonido inconfundible del pestillo de la puerta principal, la de ébano, al ser desactivado. Mi corazón dio un brinco. Dante. Me quedé congelada en medio de un développé, la pierna izquierda levantada en un ángulo precario. No podía dejar que me viera frágil. No ahora. Bajé la pierna lentamente y me giré hacia el espejo, respirando pesadamente, mis ojos fijos en la puerta del gimnasio. Él entró. Dante vestía de manera diferente. Unos pantalones de lana oscura, una camiseta de cuello V negra que se ajustaba a sus hombros anchos y un reloj discreto pero evidentemente costoso. Se había quitado el traje de depredador formal para ponerse el uniforme de un hombre de negocios relajado, pero la amenaza seguía ahí, latente en su postura. Se detuvo en la entrada del gimnasio, en el umbral, observándome en silencio. Sus ojos recorrieron mi figura: el sudor, la camiseta pegada, los pantalones deportivos, y la venda en mi rodilla. Había una mezcla de asombro y algo más oscuro en su mirada, un reconocimiento de mi resistencia. —Veo que has tomado mi sugerencia al pie de la letra, Elena —dijo, su voz baja, profunda, un escalofrío en el cristal del gimnasio. —Me he tomado los analgésicos, Varonelli. No tengo tiempo para que mi cuerpo se rinda antes que mi espíritu —repliqué, limpiándome el sudor de la frente con el dorso de la mano. Caminó hacia la barra de ballet, lentamente, como un león enjaulado. Se detuvo justo detrás de mí, su presencia, una pared de calor. —Me has decepcionado en la fiesta. Pero me has complacido aquí. Muestras carácter. —Su mano se alzó y se posó en el extremo de la barra de madera, justo donde terminaban mis dedos—. ¿Cómo se siente la pierna? ¿Lista para el próximo truco? —La pierna se siente como una declaración de independencia. Y en mi mundo, los trucos solo terminan cuando se cae el telón final —dije, mirando su reflejo en el espejo, desafiándolo a entrar en mi espacio personal. Él no tardó. Dejó la barra y se paró justo detrás de mí, tan cerca que podía sentir el calor de su respiración en mi nuca. Era una invasión, una advertencia. —Tu telón final lo decido yo ahora, Elena. Y está lejos de caer. Has aceptado mis términos, tácitamente. Has tomado mi medicina, has usado mi ropa, estás entrenando en mi gimnasio. El trato está hecho. —El trato se concreta cuando mi padre está libre de su deuda. Y cuando tú me das el papel. Hasta entonces, soy tu inquilina forzosa. —No eres una inquilina. Eres mi propiedad hipotecada. Y como de mi propiedad tendrás que ir a tu trabajo, mi sobrina está lista para las clases… Mi hermana te llevará, te puedes ir así o como tú quieras, ah, otra cosa antes de que te vayas, en la noche te buscaré, hablaremos del negocio que tanto insististe arruinar.
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