Salomón caminó desnudo hacia un pequeño refrigerador en la esquina de la habitación, y Nina sin poder evitarlo lo siguió con la mirada. Su espalda ancha estaba cubierta por un tatuaje inmenso de un león rugiente, con sus líneas ne.gras y detalladas extendiéndose desde los hombros hasta la parte baja de la espalda, como si el animal estuviera a punto de saltar de su piel. Otros tatuajes, más pequeños, pero igualmente intrincados, adornaban la espalda y sus costados: símbolos extraños, letras en un idioma que ella no reconoció. Sus glúteos, firmes y definidos, se movían con cada paso, y sus piernas, musculosas y marcadas, parecían esculpidas en piedra. Nina tragó saliva, con su corazón acelerándose de nuevo, pero esta vez no era solo deseo. «¿Está todo... tatuado? ¿Será... un mafioso de ve

