La noche ardía tanto como el edificio frente a ellos. Ahmed, o mejor dicho, Salomón bajo su cuidadoso disfraz, sostenía a Nina entre sus brazos con una posesividad que rozaba lo salvaje. El fuego danzaba en sus pupilas mientras su mente calculadora ya trazaba los siguientes movimientos de su elaborado juego de ajedrez. Cada pieza estaba cayendo exactamente donde la había planeado. Nina se aferraba a él como un náufrago a su tabla de salvación. Con un brazo rodeaba la cintura de Ahmed, sintiendo la solidez de su cuerpo como un ancla en medio del caos, mientras su otra mano sujetaba firmemente la de Emir, creando un triángulo de supervivencia bajo el cielo nocturno de Dubái. «Espero que no hayan sobrevivido»―pensó Nina, con una frialdad que la sorprendió a sí misma. Sus ojos, fijos en la

