Salomón apenas registraba las palabras del muchacho. Su mirada, como atraída por un imán, se desviaba constantemente hacia Nina, quien se movía por la pequeña cocina con movimientos tensos y rígidos, tan diferentes de la fluidez natural que había admirado antes. La observaba servir la comida, sus manos ligeramente temblorosas al manipular los platos, evitando cuidadosamente mirarlo directamente. —Suerte supongo—respondió automáticamente, aunque ni siquiera estaba seguro de a qué pregunta estaba contestando. —¡Su amiga nos dijo que ella también ayudó! ¡Y toda la ropa huele a nuevo! —continuó Emir, ajeno al hecho de que Salomón apenas le prestaba atención—. Hace años que no tenía zapatos nuevos. Voy por ellos para mostrárselos. El muchacho se levantó apresuradamente y desapareció en la pe

