Pero Emir no era el niño ingenuo que su apariencia sugería. Detrás de aquel rostro aún marcado por las lágrimas recientes, habitaba una mente astuta, madurada prematuramente por las circunstancias. Los recuerdos de Driztan y la deuda con los rusos pesaban en su conciencia como losas de cemento. Sabía que aquellos hombres implacables los buscarían hasta el último rincón de Dubái para cobrar lo que se les debía, tal como había sucedido en Albania, de donde habían tenido que huir precipitadamente por culpa de Driztan.
—Eso es lo que queremos, señor —reafirmó, con la determinación brillando en sus ojos juveniles.
Nina, conectando súbitamente las piezas en su mente, comprendió el razonamiento de su hermano.
«Claro... la deuda»― pensó, sintiendo cómo la realidad de su precaria situación fina
