Lo mismo que Bibi había estado a punto de experimentar le había sucedido exactamente a su hermana Saleema hace un año. Su “padre”, un hombre cuya codicia había superado cualquier vestigio de amor paternal, se la había vendido al mejor postor sin considerar ni por un segundo las consecuencias emocionales devastadoras para su hija. Pero la suerte de Bibi, Omar lo sabía con una certeza que le helaba la sangre, iba a ser completamente distinta. Los talibanes no tenían reputación de misericordia hacia las mujeres jóvenes. —¿Venderte a un talibán de cincuenta años? —preguntó Omar, sintiendo cómo su voz se cargaba de una indignación que no podía ocultar completamente, con cada palabra saliendo como si fuera cristal molido. —Sí —confirmó Bibi con una resignación que partía el corazón, acaricia

