Era cierto. Emir no era más que un muchacho de quince años que había vivido una vida difícil pero que básicamente era inocente de las realidades más oscuras del mundo. No había razón para que el hombre que controlaba media Dubái y había enfrentado a los empresarios más poderosos del planeta sintiera nerviosismo ante él. Era momento de desplegar esa habilidad natural que tenía para ganarse a las personas, esa capacidad de manipulación que había perfeccionado durante décadas de conquistar imperios. Se giró hacia Emir con una sonrisa que era calculada para ser reconfortante, adoptando esa postura relajada con las manos entrelazadas detrás de la espalda que proyectaba autoridad pero no agresión: —Y... ¿te gusta tu habitación? —preguntó con genuino interés, observando cómo los ojos del muchac

