—No, no puedo haberla embarazado —murmuró a la nada, como si intentara convencerse a sí mismo—. Sería muy pronto y menos yo como Ahmed. Ella va a pensar que el hijo es de él y no mío —apretó su mandíbula hasta sentir dolor, un ancla física en el mar de incertidumbre que lo rodeaba. En ese preciso instante, como si el cielo quisiera burlarse de su situación, más fuegos artificiales estallaron a lo lejos. Desde las doce de la noche estaban en ese plan, pintando el horizonte de Dubái con explosiones efímeras de color. Anunciaban con su estruendo triunfal que era la madrugada del treinta y uno de diciembre, el último día del año. Un final y un comienzo, un ciclo que se cerraba mientras otro posiblemente se abría en el vientre de Nina, sin que ninguno de los dos pudiera imaginar cómo cambiaría

