—Eso es lo que te gusta, ¿no? Por eso es que estás hecho una bola de grasa —sus palabras salieron como dardos envenenados, cada una diseñada para herir—. Ah, gracias a Alá empiezan las clases el martes porque no te soporto. Anda y dile a Tony que te busque la ropa que usarás, idiota. Solo sirves para fastidiarme la existencia. ¡Lárgate! Y si no haces caso, le diré a tu abuelo que te quite tus privilegios. Aquellas palabras se clavaron profundamente en Samir. Una lágrima traicionera escapó, deslizándose bajo el marco de sus gruesas gafas. El adolescente, cabizbajo, con los hombros caídos bajo el peso invisible del desprecio materno, dio media vuelta y salió arrastrando los pies. Su autoestima, ya destruida tras años de comentarios similares, se fragmentaba un poco más con cada encuentro.

