―¿Ya le ofrecieron alimento a la señora? ―preguntó Marwhan con aquel tono que mezclaba cortesía y autoridad. Sus ojos, agudos como dagas, recorrieron las expresiones culpables del personal con la precisión de un detector de mentiras humano. El silencio incómodo que siguió a su pregunta confirmó sus sospechas: habían estado chismeando en lugar de atender sus obligaciones. ―No. Solo le llevamos jugo ―confesó Saná, con la mirada baja y las manos entrelazadas frente a su delantal impecable. ―¿Y qué están esperando? ―replicó Marwhan con impaciencia apenas contenida, dando dos aplausos secos que resonaron en la cocina como latigazos―. La señorita debe estar famélica tras su viaje. Vino de muy lejos me dijo el señor. ―Sí, ya vamos ―respondieron varias voces al unísono, mientras el personal se

