Mientras el empresario Takamura asentía respetuosamente y su equipo se apresuraba a abrir los documentos correspondientes del apartado siete con la eficiencia meticulosa característica de los japoneses, Salomón permitió que su mente se deslizara hacia un territorio más íntimo y prohibido. Dejó que sus pensamientos divagaran, evocando la imagen de Nina, esa mujer que apenas había visto tres veces en lo que iba de semana, pero que había logrado instalarse en su mente con la persistencia de una melodía imposible de olvidar. Una fantasía comenzó a formarse en su imaginación con la claridad de un sueño febril: Nina estando en su lujosa cocina, a solas, con sudor adornando su frente. Su cabello castaño recogido en un moño despreocupado que dejaba escapar algunos mechones rebeldes que acariciaba

