—Se la compré a ella —declaró con una voz que, aunque moderada para mantener su fachada, contenía enojo. Sus ojos, habían adquirido el brillo metálico que sus adversarios en los negocios conocían como preludio de su destrucción.
Los ojos de Driztan se estrecharon, y su mano derecha se cerró en un puño. El reto implícito en el gesto del desconocido había activado su temperamento volátil.
—¿Qué te pasa, grandote? —gruñó, dando un paso hacia adelante, invadiendo deliberadamente el espacio personal de Salomón, expeliendo un aliento que apestaba a cerveza barata y frustración—. Ella es mi esposa. Además, ¿por qué le compras cosas?
—Porque me da la gana —respondió Salomón, irguiéndose en toda su estatura y mirando a Driztan desde una altura que de repente parecía infinitamente superior. Sus o
