Un escalofrío recorrió el cuerpo de Nina mientras la camisa pasaba sobre su cabeza, dejándola completamente desnuda frente a este hombre que conocía desde hace tan poco pero que despertaba en ella sensaciones olvidadas hace años. La vergüenza y el deseo batallaban en su interior, instándola a cubrirse y a mostrarse simultáneamente.
En la penumbra cómplice de la habitación, donde las sombras bailaban contra las paredes descascaradas, Salomón contempló la silueta de Nina como un devoto ante una aparición divina. Sus ojos, ahora acostumbrados a la escasa luz, podían distinguir los contornos de su cuerpo: la curva delicada de su cintura, la redondez generosa de sus caderas, y sus senos, que se erguían ante él como una promesa.
No eran los senos artificialmente perfectos a los que estaba acos
