Aquello alimentó el ego masculino de Salomón de una manera que los cumplidos elaborados de amantes sofisticadas nunca habían logrado. La honestidad cruda de su reacción valía más que mil palabras ensayadas.
―Si, está algo grande, pero no te asustes, te lo meteré… poco… a poco.
―Esta... bien señor.―dijo Nina algo nerviosa.
Salomón, de pie en la penumbra, dejó que sus manos exploraran con una mezcla de reverencia y deseo. Sus dedos, cálidos y seguros, descendieron lentamente hasta encontrar la vag¡na de Nina. La textura bajo sus yemas lo sorprendió por un instante: era natural, poblada, sin la pulcritud artificial que tantas veces había encontrado en otras. Nina, al percibir el roce, se tensó, y una disculpa tímida escapó de sus labios, apenas un murmullo avergonzado.
—Lo siento, no… no
