En la playa mientras el sol descendía lentamente, tiñendo el horizonte de tonos cobrizos y dorados, Salomón tomó la mano de Nina entre las suyas. El contraste era evidente, la suya grande, fuerte, cuidada; la de ella pequeña, trabajada, con cada callosidad contando una historia de supervivencia. Sus dedos recorrieron aquellas manos ásperas, testigos silenciosos de una vida de esfuerzo que había comenzado demasiado pronto. —Deberías... cuidarte —murmuró, con una suavidad que raramente permitía asomar bajo su fachada de hombre poderoso. Nina bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas. El roce de aquellos dedos sobre su piel despertaba sensaciones contradictorias, vergüenza por sus imperfecciones y un extraño calor que se expandía desde ese punto de contacto hasta su pecho. —Lo sé, pero..

