Mientras Emir y Nina estaban distraídos, sumergidos en su festín callejero, Salomón vio su oportunidad. Con la precisión calculada que aplicaba a todas sus estrategias empresariales, elevó el hot dog hacia su boca en un ángulo estudiado. Lo acercó lo suficiente para que pareciera que iba a darle un mordisco, pero, en un movimiento teatral perfectamente ejecutado, fingió un tropiezo con su propia mano y dejó caer el perro caliente al suelo de cemento manchado.
«¡Si, se cayó!»
Una parte de Salomón sintió una satisfacción casi infantil al ver su plan ejecutado a la perfección.
—¡Aash! ¡Maldita sea! —exclamó, cargando su voz con una frustración tan convincente que incluso él mismo casi la creyó—. Se me resbaló, qué torpe soy.
La salsa había salpicado sus zapatillas deportivas, creando pequ
