Salomón Al Sharif, con la rigidez de quien está acostumbrado a que nadie cuestione su autoridad, clavó sus ojos verdes en Nina y cada línea de su rostro bronceado, se le veía la dureza calculada de su expresión mientras declaraba con voz profunda que resonó en las paredes de la sala:
—Usted sabe que soy el dueño de este edificio, ¿verdad? —cada palabra salía como una sentencia, medida y precisa—. ¿Cómo se atreve a hablarme así?
El corazón de Nina se aceleró. Podía sentir el peso de la mirada de aquel hombre sobre ella, juzgándola, pero también escrutándola de una manera que no conseguía descifrar. Sus manos se aferraron protectoramente a los hombros de Emir mientras reunía el valor para responder:
—Lo-lo siento señor, lo hice por nervios, y por impotencia —su voz, aunque temblorosa, con
