Corantin había vuelto a su calabozo admirando su última captura. A Amari la habían llevado a la sala de entrenamiento esa mañana y ahora tenía que esperar sin saber quién la había traído. Siguiendo sus instrucciones, al amanecer, la obligaron a arrodillarse en el suelo. Luego la inmovilizaron con múltiples ataduras. Sus tobillos estaban sujetos por una barra separadora, al igual que sus rodillas, impidiéndole caminar o mantenerse de pie. Para la parte superior del cuerpo, le habían puesto un yugo en el cuello y las muñecas. Finalmente, el yugo y las barras separadoras estaban unidos, no con cadenas, sino con pesadas barras de metal. Cualquier intento de agitarse le causaba un gran dolor, agravado por las púas que cubrían la barra, que se le clavaban en la carne cada vez que lo intentaba.

