DOMINIKA Finesia nos recibió con un cielo gris y un aire pesado que anunciaba una tormenta en cualquier momento. Aún sentí la calidez de la amabilidad de Erik en la palma de mi mano. Nunca pensé que alguien fuera capaz de aplacar mi angustia enfermiza al ver que mi esposo se acercaba. Vi mi mano que reposaba sobre mi regazo y lo miraba de reojo de vez en cuando. Erik conducía con los nudillos blancos sobre el volante, la mandíbula apretada y el pecho sofocado por la urgencia. Cada segundo que pasaba sin encontrar a su hijo era una tortura que lo devoraba por dentro, lo veía en su postura, en la tensión de sus hombros. Yo miraba por la ventanilla, procesando cada detalle con el mismo nivel de concentración con el que había aprendido a sobrevivir en los últimos días. Me había recogido el

