Ese maldito bastardo. El odio hervía en mi interior, ardía en cada fibra de mi ser, consumiéndome como fuego en un campo seco. Cada paso que daba hacia él solo avivaba más la rabia en mi pecho, un sentimiento tan feroz que casi podía saborear su amargura en mi boca. Mis ojos se clavaron en los suyos con un brillo mortal, una amenaza silenciosa pero letal. No había espacio para la duda, para el miedo o para la piedad. No iba a permitir que se acercara a ellos. No iba a dejar que los tocara. Antes de que eso pasara, lo destrozaría con mis propias manos si era necesario. Apreté los puños, sintiendo la presión de mis uñas clavándose en la carne. La adrenalina inundaba mis venas, cada latido de mi corazón marcaba la urgencia de la situación. Los niños. Tenía que protegerlos. No podía permitir

