Samuel estaba sentado en uno de los sofás del amplio salón de la casa de sus padres, frente a su padre, Sebastian Hill, en un silencio que parecía casi táctil. El reloj sobre la repisa de la chimenea marcaba los minutos con una precisión irritante, haciendo que cada segundo se sintiera como una eternidad. Samuel mantenía la mirada fija en la copa de coñac que sostenía entre sus dedos, girando el líquido ámbar como si fuera más interesante que cualquier intento de conversación. Sebastian, sentado en su sillón habitual, lo observaba con una mezcla de paciencia y desaprobación. A pesar de los años, el hombre mantenía un porte intimidante, su presencia llenaba el espacio con una autoridad silenciosa. Fue él quien rompió el incómodo mutismo. —¿Ya tienes los anillos? —preguntó, su tono casual,

