El mundo tenía un nuevo latido. Desde la colina del parque, donde una brisa tibia acariciaba los árboles con un susurro antiguo, Dios abrió por primera vez los ojos en milenios. Sus pupilas, doradas como soles dormidos, enfocaron la inmensidad de la ciudad que se extendía frente a Él. Luces, edificios, autos, humo, música… humanidad. Y sin embargo, todo se sentía... nuevo. No miraba como el Creador abstracto. No era el aliento sin forma que una vez habló para separar las aguas de la tierra. Era carne ahora. Músculo, hueso, sangre. Su existencia entera comprimida en el cuerpo de Nahamac, su contenedor elegido. Y cada célula del joven protestaba en silencio, retorciéndose bajo el peso de lo eterno. A su alrededor, el mundo seguía su curso. La ciudad no sabía. La humanidad no temía. No aú

