No había suelo. No había cielo. No había cuerpo.
Solo vértigo.
Azazel descendía a través de espirales de memorias rotas, campos de flores muertas, gritos ahogados que venían de todas partes y ninguna. Sentía que su propio cuerpo comenzaba a disiparse, como si cada parte de él fuera descompuesta y analizada por la voluntad del lugar.
“¿Por qué viniste?”
“Ella no es tuya.”
“¿Qué haces tú, demonio hecho muerte, en un lugar que no te pertenece?”
Las voces lo rasgaban. Voces que sonaban como las de sus hermanos… su padre… su propia conciencia.
Pero él solo pensaba en Silvia.
Y de pronto, vio una figura a lo lejos. Una colina. Un parque. Un día soleado que no correspondía al mundo que acababa de cruzar.
Estaba allí. El parque de su primera cita.
Y en medio de aquel lugar… ella. Silvia.
