—Es que utilice un diminutivo de tu nombre —miente descaradamente —. Pero claro que sabía cómo te llamabas, pero eso es lo de menos. Ella lo mira con recelo. —No existe ninguna razón para que yo me convierte en su esposa, por más que busque un motivo no lo consigo. No me conoce, yo no lo conozco, ¿para que querría casarse con una extraña? —Fuiste mi empleada —se excusa. —Eso no justifica nada, señor. —Mejor llámame Bastián, eso de señor, me resulta algo incómodo. Adriana pestañea, luego mira para otro lado. —Lo siento, pero no me puedo casar con usted —termina por cruzarse de brazos. —¿Por qué no? ¿Tienes novio? ¿El padre del bebé, quizás? —interroga seriamente. Ese no era su problema, pensaba Adriana. El que no tuviera la ayuda de nadie no quería decir que… y allí estaban nuevame

