Capítulo 1

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1 Alexis López, Centro de Procesamiento de Novias Interestelares, Miami Unos dedos acariciaban mi mejilla suavemente; suaves y ligeros como una pluma. Aun así, sentía unos callos, y aquel fuerte contraste me producía escalofríos que recorrían mi espalda. No podía ver al hombre, pero le conocía. Sentía algo más que solo sus caricias. Sentía su deseo, su ansiedad por mí. ¿Cómo? No tenía idea. No tenía sentido, pero no quise pensar demasiado. Solo quería sentir. —¿Tienes frío? —preguntó con voz áspera. Yo meneé la cabeza. Estaba caliente. Mis pechos se sentían pesados y sensibles. Entre mis piernas, mi sexo se contraía y latía ansiosamente con deseo, con necesidad… con algo precioso que jamás había sentido: lujuria. Un extraño calor se extendía por mis caderas; algo me conectaba a este hombre, a este extraño. No sabía quién era, pero conocía la marca. Esta me ardía; enviaba relámpagos por mis venas hasta mi clítoris con una fuerte descarga que jamás había sentido y que jamás me había atrevido a imaginar. Pero no. Eso estaba mal. Yo tenía una marca como esa, pero no en la cadera. Me relamí los labios, que repentinamente estaban secos, preguntándome cómo se sentiría que me tocase la marca de nacimiento. La mía estaba en mi… —No hagas eso, amor. —Su dedo se movía en mi labio inferior, deslizándose de atrás hacia adelante—. Si te humedeces los labios así, soñaré que me la lames. Una sensación de calor estalló en mi sexo y yo gimoteé. Los recuerdos rondaban por el borde de la razón, pero no podía alcanzarlos. De alguna forma conocía a este hombre; conocía su aroma y su sabor. Le deseaba, y jamás había deseado a ningún hombre. Nada de esto tenía sentido, pero no quería que el sueño terminara. Jamás. Toda mi vida me había preguntado cuál era el motivo por el que las otras chicas reían y suspiraban. No hablaban de otra cosa desde hace un tiempo. Y yo era el bicho raro. O la bicha rara, supongo. Nunca había estado interesada en las atenciones de un hombre; nunca sentía lujuria al mirar a un hombre, y mucho menos a uno que no conocía. Me había conformado con ser rara; una frígida. Con estar rota. Y repentinamente, con él, mi cuerpo estaba lleno de lujuria; de deseo. No podía pensar en otra cosa excepto saborearlo y sentirlo. Yo sabía, de alguna forma, de la manera en que uno sabe cosas en un sueño, que él iba a tomarme. Me iba a follar y yo sería suya por siempre. Y lo quería; lo quería tanto que toda mi existencia giraba a su alrededor. Alrededor de su aroma, de su voz; de su dedo calloso que todavía me acariciaba los labios. —¿Quieres saborear mi pene otra vez, compañera? ¿Compañera? ¿Qué? La confusión me desconcertó por un momento, pero mi nueva yo, mi yo del sueño, lo quería. Ahora. Me entregué al momento, ansiosa por despejar la curiosidad. Nunca había estado con un hombre; quería saber cómo se sentiría tenerlo dentro de mí. Este hombre era mío. Y el lienzo que pintaba con sus palabras era emocionante. Yo sabía cómo era el pene de un hombre. Era virgen, no idiota, pero no conocía los detalles de lo que él me iba a hacer con el suyo. No sabía cómo se sentiría dentro de mí, ni cómo sería su sabor en mi lengua. Se hablaba bastante de las chupadas. En el instituto, las chicas incluso las daban en el autobús. ¿Y yo? Yo nunca. No me interesaba ninguno de los chicos con los que había ido al instituto, y mucho menos sus flacos p***s. Pero ¿con él? Se me hacía agua la boca por saborear su m*****o, por sentir su grosor y peso en mi lengua. Bajó el dedo y lo apartó, reemplazándolo con sus labios. ¡Me estaba besando! Esto no era como aquello con Bobby Jenkins del instituto. No estábamos detrás del gimnasio. Este chico ni siquiera tenía aparatos. No, este no era un chico. Este era un hombre. Me tomó de la nuca con una mano para moverme como quería, su boca era firme e insistente. Metió la lengua en mi boca y se sintió tan bien. Era tan increíble, y me lamía con lentas y exquisitas caricias. ¿Era así como se debía sentir? El calor recorría mi cuerpo como si la miel llenara mis venas de una forma densa y lenta. —¿Algún hombre te ha besado antes? —preguntó, rozando los labios contra los míos, y luego pasándolos por mi quijada. Sacudí la cabeza entre sus firmes manos. —¿Qué más has hecho, compañera? ¿Quién ha tocado esta piel suave? ¿Quién te ha besado aquí? Sus labios delineaban mi clavícula y me estremecí entre sus brazos, ansiando que sus labios viajaran más abajo, hasta mis pezones. Y quizá aún más abajo. Nunca había sentido la boca de un hombre sobre mi cuerpo antes, no ahí abajo. Dios, nunca había hecho nada. Debía ser un chiste para él. —Nadie. Nadie más. Nunca. —Solté la confesión por mi garganta contraída, y esperé su risa o una ceja levantada. ¿Quién creería eso hoy en día? Una chica de clase media baja con veinticuatro años que seguía siendo virgen. Si lo hubiera admitido en la Tierra, habría sido la burla del vecindario. Tragué, y luego gemí de nuevo cuando me acarició la oreja, pellizcando el lóbulo levemente. Sus manos deambularon por la parte baja de mi espalda para tomar mi culo, y con su pulgar acariciaba la sensible marca de mi cadera. Mis piernas casi colapsaron mientras las olas de deseo me hacían temblar. Estaba desnuda, completamente desnuda en sus brazos, y su áspera ropa rozaba mi sensible piel como si fuese papel de lija. Mis pezones se endurecieron y yo solté un gemido, inclinando la cabeza hacia atrás para darle mejor acceso a mi cuello. Eso tampoco lo había hecho antes, pero se lo daría todo a este hombre que me llamaba compañera. Todo. —Nunca había deseado a nadie antes. Era triste, pero cierto. Nunca me había sentido así. Caliente, mojada y ansiosa. —Bien —susurró—. Eres mía, y no comparto. Eso me parecía muy bien. Al cerrar los ojos, lo busqué con la mano, intentando enterrarlas en su cabello y acercarlo más a mí. Pero por mucho que lo intentaba, no parecía poder encontrar nada. Era como si se hubiese desvanecido; cerré las manos y solo sentí aire. Él se apartó y sentí frío. Soledad. —Vuelve —rogué. —¿Eres virgen? —preguntó. Aunque ya no me tocaba, escuché la ansiedad en su voz. Yo era la razón de que sonara así. ¡Yo! —Sí. —Asentí con la cabeza y mi cabello me cubrió la mejilla. Escuchaba las lágrimas en mi voz; no por tristeza o enojo, sino por el amor y la felicidad que llenaban este cuerpo de una forma tal que dolía. De alguna manera, yo lo conocía, sabía que era mío. Sabía, de algún modo, que me amaba; que me amaba de verdad. Las lágrimas eran como si mi corazón se me estuviese saliendo por los ojos y bajando por mi rostro. —¿Quieres que sea el primero? Ya no podía mirarlo, pero su voz me llegaba en un susurro detrás de la oreja. —Sí. —¿Aceptarás que te reclame? ¿Y me reclamarás también como tu compañero? ¿Para siempre? —Sí —repetí. No lo conocía, pero de alguna forma, este cuerpo sí. Me sentía como si fuera otra persona: alguien mágica y poderosa, alguien que no estaba tan aterrada de ser un fracaso en la cama. Si él me hacía sentir así de bien solo con un beso, ¿cómo sería cuando me tocara de verdad? ¿Cómo se sentiría tener su cálido y fuerte cuerpo, y su piel, sobre el mío? ¿Cómo se sentiría tener su pene dentro de mí? ¿O su boca reclamando la mía mientras me embestía lentamente, tomándose su tiempo, con nuestras manos entrelazadas? Cada idea romántica que había tenido inundaba mi mente y sabía que él me las concedería. Él era el indicado. Me haría feliz. Muy feliz. —Sueña conmigo. Su voz se desvaneció hasta ser poco más que un suspiro y yo intenté aferrarme a él, pero el sueño se escurrió como si fuese agua entre mis dedos. Sueña conmigo. Entonces mis ojos se abrieron y miré los alrededores mientras parpadeaba. Me tomó un par de segundos que mi cerebro comenzara a arrancar y a darse cuenta de que nada había sido real. El hombre. El beso. Nada lo fue. Mis mejillas estaban húmedas y me di cuenta de que realmente había llorado. Ahora mis lágrimas caían por otra razón: la pérdida. Estaba abandonada, vacía; de vuelta a mi frío y calmado interior que hasta ahora nadie había penetrado. Nadie excepto él. Estaba en el Centro de Procesamiento de Novias Interestelares. El cuarto de pruebas era pequeño y funcional, con una mesa y sillas; se parecía más a un aburrido consultorio que a un complejo de emparejamiento futurista. Fue la silla de pruebas donde me sentaba la que estimuló mis recuerdos. Mis muñecas estaban sujetadas a los brazos de metal en una silla no muy diferente a la que usaba en el dentista. Aun así, las correas me molestaban. Sabía que las convictas podían ofrecerse como voluntarias para ser novias. Quizá era necesario usarlas, ya que eran prisioneras cuando llegaban. Tal vez intentaban escapar cuando estaban en este punto. A lo mejor solo eran violentas o malvadas y el programa no quería arriesgarse. Pero yo no era una convicta. Yo siquiera había robado un paquete de chicles del negocio de la esquina cuando estaba en el instituto, como mis amigos tontos. No me copiaba en los exámenes ni le mentía a mi madre. Yo era aburrida, triste, patética y tan solitaria que apenas podía respirar. La guardiana había dicho que las esposas eran por mi seguridad, y cuando me ató, me preocupé por lo peligrosas que podrían ser las pruebas. Pero entonces se alejó con una sonrisa y deslizó el dedo en la tableta, y no pude recordar nada más. El sueño no fue peligroso. Peligroso para mi virginidad, quizá. Ciertamente mis ovarios estaban despiertos ahora. Me revolví en el asiento curvado, pero no podría irme a ninguna parte. Era curvo y estaba inclinado hacia atrás como si me fueran a tratar una caries en lugar de emparejarme con un compañero alienígena. —¿Está bien, Alexis? Afortunadamente, la guardiana tenía el nombre en su uniforme y eso me ayudaba a recordar. Egara. Ella era bastante amable, en especial considerando que el Programa de Novias Interestelares era tan directo y eficiente. Incluso un tanto militarista. Pero ella me había tranquilizado; me había hecho sentir bien por la decisión de tomar la prueba. Los comerciales que había visto en televisión promoviendo el programa mostraban mujeres felizmente emparejadas con alienígenas de otros planetas. El amor en sus rostros, y el evidente brillo del buen sexo en ellos, despertó mi interés, pero yo no había hecho nada al respecto. Hasta ahora. Hasta que no tenía absolutamente nada que perder. Ahora estaba lista. Mi padre estaba muerto, mi madre lo había estado por dos años, y a Rosie, mi Golden Retriever, le había dado cáncer de huesos una semana después de que mi padre muriera, y la perdí también. Era mi mejor amiga desde que tenía once años; ese perro había oído más llantos y música pop horrenda que ningún otro animal. Pero se había quedado a mi lado, dormía en mi cama cuando estaba en casa, y me hacía compañía en la cama de mi padre cuando nadie más estaba cerca. Amaba a ese perro. Y también amaba a mis padres. Pero ahora todos se habían ido. Todo se había ido excepto la enorme casona que ya no podía soportar. El jardín era enorme, y por dentro era un monstruo con cuatro dormitorios que no quería conservar. Estar en esa casa, y mirar las fotos en las paredes, los muebles, los olores… Estar ahí se sentía como estar en el santuario de mis padres muertos, y simplemente ya no podía aguantarlo. Así que la vendí, puse el dinero en un fondo para la nueva bebé de mi prima y alquilé un auto para conducir hasta Miami. Fueron tres días desde Denver. Apenas había dormido. Y mucho menos había comido. Me sentía vacía. Totalmente vacía. Hasta ahora. Hasta ese sueño. Y las lágrimas solo seguían, como un grifo que goteaba en silencio. Ese hombre me hizo sentir. Me hizo desear. Hambre. Lujuria. Aquella chica en el sueño era muy diferente a mí. Estaba llena de esperanza y amor, y el placer burbujeaba por sus venas como si fuese refresco debajo de su lengua. Yo quería eso. Quería sentirme así. —¿Señorita López? ¿Puede oírme? Parpadeé hacia la guardiana, despejando la niebla de mis pensamientos. Esos pensamientos venían del pasado; el enredado, retorcido y doloroso pasado que estaba dejando atrás. Hoy. Ahora mismo. —Sí, estoy bien. Eso fue rápido. Parecía que fue apenas hace un minuto cuando me senté en la silla con mi aburrida bata de hospital con el logo del Programa de Novias Interestelares estampado en todas partes. —Sí, lo fue —respondió. Escuché la sorpresa en su tono e hice una mueca, sintiendo el miedo en mi estómago. Ningún hombre me había hecho sentir una décima parte de lo que sentí en el sueño. Jamás me había sentido atraída por un hombre de la Tierra. Jamás. Había ido al doctor hace un año, más o menos, para saber si tenía un desequilibrio hormonal o algo, pero ella solo sonrió, vio mis pruebas de sangre y dijo que todo estaba perfectamente normal. Dijo que no había nada malo en mi cuerpo. Estaba tan saludable como podía. Incluso recomendó que visitara alguna clase de orientador. Un terapeuta. Entonces comenzó a hacerme preguntas sobre mi padre y tíos; yo le dije que se callara y me largué de ahí. No tenía secretos así en mi pasado. Y aunque los tuviera, y tuve amigas que sufrieron violación y abuso, ellas no eran como yo. Ellas habían superado su pasado y encontraron una forma de estar en una relación. Ellas, al menos, querían intentarlo. ¿Y yo? No. Definitivamente algo estaba mal conmigo. Hank me había llamado frígida cuando rechacé sus pretensiones el año pasado. Claro, él tenía las manos muy largas y olía a orégano. Robert me había llamado mojigata por no estar dispuesta a hacerle un oral después de nuestra segunda cita a forma de pago, me dijo, por llevarme a cenar. Dos veces. Lo había dejado en su auto frente a mi apartamento con el pene afuera. Después de ver la abombada y venosa cabeza, tuve que preguntarme por qué alguna mujer querría poner eso en su boca. Incluso ahora me daba escalofríos de solo recordarlo. Cada beso que alguna vez experimenté, desde el besito en la mejilla de Will Travers en quinto de primaria, hasta el primer beso con lengua detrás de las gradas en el instituto, solo me habían dejado babosa, fría y húmeda. Yo no encajaba. Los hombres claramente no me encontraban atractiva y mi clítoris debe estar roto. No sentía nada en lo que respecta a los hombres. Incluso me preguntaba si era gay. Después del incidente con Robert y su pene, pasé un mes viendo mujeres; las contemplaba, preguntándome si podía sentirme atraída por sus cuerpos. Le había preguntado a la amiga de una amiga, Meg, quien era lesbiana, cómo saber si uno realmente era gay. Ella me dijo que, si no quería comérmela, entonces probablemente no estaba interesada en las mujeres. Ella me besó una vez porque se lo pedí. Y no sentí nada; cero. Desde entonces, el pensamiento de poner la boca en otra mujer, ahí abajo, me parecía tan atractivo como poner la boca sobre el pene de Robert en el aparcamiento, y me di cuenta de que no era lesbiana. Lo cual era una mierda. No me importaba de quién me enamorara, solo quería sentir. Quería sentir deseo. Había amado a mis padres, pero no era lo mismo. Yo amaba a mi perro. Tenía amigos por los que me preocupaba mucho en el instituto. Los lindos memes de internet de gatitos y cachorritos y bebés hacían que mi corazón se conmoviera; así que mi corazón funcionaba muy bien. Ya que no me interesaban las mujeres, y ningún hombre que había conocido me excitaba o me hacía jadear como lo hacía la gente en la televisión, finalmente terminé por rendirme. Solo apreté los dientes y me puse a trabajar. Fui a la universidad y estudié para ser chef porque lo único que me apasionaba era la comida. Los sabores, las texturas, las sorpresas que podían recorrer mi lengua cuando combinaba especias o ingredientes de formas inesperadas. Había pasado los últimos tres años en la escuela técnica aprendiendo todo lo que pudiera en el instituto culinario del centro de la ciudad. Sobresalía en clase, pero sentía que la vida se pavoneaba frente a mí, burlándose de forma cruel y retorcida. Mientras la monotonía de cuidar del primer padre enfermo y luego el siguiente me drenaba, me di cuenta de que volver a casa después de clases me hacía sentir el doble de sola que al asistir a ellas en las mañanas. La gente que iba a mis clases trabajaba en cocinas de verdad; ya se estaban ganando sus puestos mientras que yo tenía que aprovechar cada momento que tenía en el día para estudiar. Al final tuve que dejar de ir a clase y ocuparme de mi padre. No podíamos permitirnos una enfermera o una residencia de ancianos. Y no podía soportar ni tan siquiera el pensar que se pudriera en un lugar como ese mientras yo salteaba champiñones y hacía cremas para turistas adinerados. Me hice cargo de mi padre, y todos los días pensaba más y más en los comerciales del Programa de Novias Interestelares. Ellos aseguraban que sus uniones eran un noventa y nueve por ciento exitosas. Esas cifras eran una locura, ya que había escuchado estadísticas sobre los divorcios en los matrimonios normales de la Tierra y rondaban el cincuenta por ciento. El noventa y nueve por ciento sonaba endemoniadamente bien. Y si ya no tenía que salir más con tipos como Robert, y me garantizaba un chico perfecto para mí, entonces me anotaba. ¿Qué más daba? No tenía nada que perder. Incluso si ese hombre era un alien. —Hmm. La guardiana Egara caminaba de un lado a otro junto a mí; su cabello castaño estaba recogido en un moño y toda su atención estaba fijada sobre la tableta. Ya no se veía feliz; parecía preocupada. Tal vez yo estaba muy, muy estropeada. Tal vez su sistema no funcionaba con chicas como yo; vírgenes estúpidas y asustadizas que no tenían idea de qué hacer con un hombre, mucho menos un alien. Curiosamente ese pensamiento hizo que se me secaran las lágrimas de inmediato. Podía lidiar con el dolor y la soledad; pero la esperanza dolía muchísimo más. —No funcionó, ¿verdad? No pudo encontrarme un compañero. —Suspiré, intentando no dejar que la decepción me quebrase la voz—. Lo sabía. —¿Qué cosa? —preguntó. —Que estoy estropeada, que definitivamente hay algo mal conmigo cuando se trata de hombres. La guardiana me ofreció una pequeña y triste sonrisa. Sí, así de patética era. —Oh, no Alexis. Lo lamento. No me di cuenta de que estaba preocupada. Debí haber hablado antes. Tiene una pareja. Mi corazón dio un salto y mis ojos se abrieron como platos. —¿Sí? ¿De verdad? ¿Había alguien allá afuera para mí? ¿Alguien que me estaba esperando ahora mismo? —De verdad —repitió, ahora con una gran sonrisa. —¿Quién? Sabía que sonaba impaciente e ilusionada, pero no podía evitarlo. Hoy, en el sueño, fue la primera vez que me sentía deseosa por un chico en toda mi vida. Y no tenía idea de quién era o dónde estaba. Con un movimiento de su dedo sobre los controles de la tableta, las correas se retiraron. Yo me senté y froté mis muñecas, aunque no estaba tan ajustado. —Todas las novias son emparejadas primero a un planeta, y luego a un compañero. A usted, y esto es muy interesante, su perfil genético la emparejó a Everis. —Su ingeniosa mirada se posó en mí—. Parece que ha cumplido unos requisitos particulares que son específicos de ese planeta. —¿Eh? ¿Qué clase de requisitos? Ella inclinó la cabeza para analizarme. —Déjeme ver su palma. No sabía cuál, así que extendí ambas manos con las palmas hacia arriba para que pudiese ver ambas. Ella frunció el ceño. —Qué extraño.
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