Las calles de mi pequeño pueblo están más oscuras de lo habitual esta noche. Las luces de las farolas parecen parpadear, como si estuvieran agotadas, y la luna, normalmente brillante, está oculta tras un manto de nubes. Acelero el paso, abrazándome a mí misma para protegerme del frío que se cuela por mi abrigo.
Mientras camino, no puedo dejar de pensar en Mauricio. Hay algo en él que me sigue inquietando, algo que no puedo sacudirme. No es solo su apariencia o su manera de hablar, sino la sensación de que estaba jugando un juego en el que yo no conocía las reglas. Mis pensamientos me distraen tanto que casi no noto el cambio en la atmósfera a mi alrededor.
Es entonces cuando lo siento. Esa sensación extraña, esa punzada de alerta en mi nuca, como si alguien estuviera observándome. Miro por encima del hombro, pero no veo a nadie. Aun así, no puedo ignorar la sensación de que no estoy sola. Acelero el paso, sintiendo cómo mi corazón comienza a latir más rápido en mi pecho.
El sonido de pasos detrás de mí me hace detenerme en seco. Los pasos son lentos, deliberados, como si el que está detrás de mí no tuviera prisa. Giro la cabeza, esperando ver a algún transeúnte, pero no hay nadie. Solo las sombras alargadas de los árboles, el viento susurrando entre las hojas, y... espera, ahí está.
Mauricio.
Está de pie a unos metros de mí, con esa misma presencia imponente, pero algo ha cambiado. Sus ojos, que antes eran de un azul profundo, ahora son de un rojo intenso, brillando en la oscuridad como los de un depredador acechando a su presa. Una sonrisa burlona se dibuja en su rostro, mostrando unos colmillos afilados que no estaban ahí antes.
El pánico me invade, congelándome en el lugar. Mis instintos me dicen que corra, que me aleje de él, pero mis piernas se niegan a moverse. Mauricio da un paso hacia mí, su figura envuelta en sombras parece desvanecerse y reaparecer, como si no fuera del todo real.
—¿Te asusté? —su voz suena suave, casi divertida, pero hay un filo en ella que me hace estremecer.
—¿Qué... qué eres tú? —logro preguntar, aunque mi voz apenas es un susurro.
Mauricio no responde, solo sigue acercándose. Siento el peligro inminente, el frío de la muerte en el aire y, justo cuando estoy a punto de darme por vencida, algo sucede.
Una sombra se mueve a una velocidad increíble, interponiéndose entre Mauricio y yo. Es otro hombre, de complexión robusta, vestido de n***o. Su rostro está oculto en las sombras, pero su postura es protectora, como si fuera un guardián.
—Aléjate de ella —ordena el desconocido, con una voz firme que resuena en la quietud de la noche.
Mauricio se detiene, su sonrisa burlona desaparecen por un momento. Parece evaluar a su oponente, sus ojos rojos brillan con una furia contenida.
—Esto no es asunto tuyo, Edwin —escupe Mauricio, su tono cargado de desprecio.
El hombre, Edwin, no se inmuta. Solo se queda allí, entre nosotros, como una barrera inamovible.
—Lo es ahora —responde con determinación—. No la tocarás.
Mauricio emite un gruñido bajo, con una mezcla de rabia y frustración. Por un momento, temo que la situación estalle en violencia, pero entonces, Mauricio retrocede, su expresión volviendo a esa sonrisa calculadora.
—Esto no ha terminado —murmura antes de desvanecerse en la oscuridad, tan rápido que me pregunto si alguna vez estuvo realmente allí.
La adrenalina finalmente me abandona, y mis piernas ceden bajo el peso del miedo. Estoy a punto de caer al suelo cuando el hombre que me defendió se gira hacia mí. Aunque no puedo ver su rostro con claridad, su presencia es reconfortante, a pesar de lo aterradora que ha sido la situación.
—Corre a casa —me dice con urgencia—. No es seguro aquí.
No necesito que me lo repita. Con un esfuerzo sobrenatural, me pongo firme y corro tan rápido como puedo hacia mi apartamento. Mis pies golpean el pavimento, y cada sombra parece cobrar vida a mi alrededor, pero no me detengo. Todo lo que quiero es llegar a casa, a un lugar donde pueda cerrar la puerta y sentirme a salvo.
Finalmente, llego al edificio y prácticamente me lanzo por las escaleras, abriendo la puerta de mi apartamento con manos temblorosas. La cierro de golpe detrás de mí, poniéndole todos los cerrojos que tengo. Mi respiración es irregular, y el latido de mi corazón retumba en mis oídos. Me deslizo al suelo, abrazando mis rodillas mientras trato de procesar lo que acaba de suceder.
¿Qué demonios fue eso? ¿Cómo es posible que Mauricio...? ¿Que sus ojos...?
Antes de que pueda seguir enredada en mi confusión, un golpe suave en la puerta me hace saltar. Contengo la respiración, mi mente entra en pánico de nuevo.
—Eugenia, soy Edwin. —La voz de mi defensor, calmada y firme, atraviesa la madera—. No vengo a hacerte daño. Solo quiero asegurarme de que estás bien.
¿Cómo sabe mi nombre?
Dudo por un momento, pero algo en su tono me dice que puedo confiar en él. Con el corazón todavía desbocado, me levanto y, con manos temblorosas, desatranco la puerta, abriéndola lo suficiente para ver su rostro.
Edwin está allí, mirándome con una expresión que mezcla preocupación y algo más que no puedo identificar.
—¿Puedo entrar? —pregunta suavemente—. Hay cosas que necesitas saber, y no es seguro hablar de ellas aquí afuera.
Asiento lentamente, aunque mi mente sigue hecha un nudo. Me aparto de la puerta, permitiéndole entrar, mientras mi corazón martillea en mi pecho.
Cuando Edwin cruza el umbral de mi puerta, todo a mi alrededor parece detenerse. La atmósfera cambia, y es como si el aire mismo se volviera más denso, más cargado de una energía que no puedo identificar. Él avanza con una elegancia que desafía la gravedad y, cuando finalmente lo veo bajo la luz de la lámpara de mi sala, me quedo sin aliento.
Es, sin lugar a dudas, el hombre más hermoso y sensual que vi en mi vida. Su cabello oscuro cae en ondas suaves sobre su frente, enmarcando un rostro que parece esculpido por los dioses. Sus ojos, de un tono azul profundo, me miran con una intensidad que me hace estremecer, como si pudiera ver más allá de mi exterior y adentrarse en los recovecos más ocultos de mi alma. Su piel es pálida, casi translúcida, pero no en un sentido enfermizo, sino más bien en un modo que realza su perfección. Y, cuando sonríe, mostrando solo un atisbo de esos colmillos que delatan su verdadera naturaleza, siento un escalofrío recorrer mi columna vertebral.
—Gracias por dejarme entrar, Eugenia —dice con una voz suave, casi musical, que resuena en mi interior como una melodía familiar, pero extraña al mismo tiempo.
Intento decir algo, cualquier cosa, pero las palabras se me atragantan. Me siento como una adolescente torpe frente a su primer amor, abrumada por la mezcla de emociones que me sacuden. La contradicción de sentirme a la vez aterrada y atraída por él me confunde.
Edwin parece notar mi nerviosismo, y sus ojos se suavizan, mostrándome una calidez que no esperaba.
—No tienes por qué temerme —me asegura, y su voz es como una caricia que alivia mis miedos—. Estoy aquí para protegerte, no para hacerte daño.
Finalmente logro tragar el nudo en mi garganta y murmuro:
—¿Quién... quién eres? ¿Y qué?
Edwin suspira y se sienta en el sofá, invitándome a hacer lo mismo. Yo, aún en estado de shock, me desplomo en la silla frente a él, mis manos jugueteando nerviosamente con el dobladillo de mi suéter.
—Lo que te voy a decir puede sonar increíble, pero es la verdad —comienza, su tono volviéndose serio—. Los vampiros existen. No son solo historias o mitos para asustar a los niños. Son reales. Y yo... soy uno de ellos.
Las palabras se cuelan en mi mente como un susurro. Lo miro con incredulidad, aunque parte de mí ya sabía que algo extraño estaba pasando.
—¿Tú... eres un vampiro? —repito, casi sin creer lo que estoy diciendo.
Edwin asiente, manteniendo su mirada fija en la mía, como si quisiera asegurarse de que no me desmorone bajo el peso de la revelación.
—Sí, lo soy, pero no como Mauricio, ni como los vampiros que podrías haber visto en películas o leído en libros. No soy un monstruo sediento de sangre, Eugenia. Hay una diferencia entre los vampiros que eligen vivir en armonía con los humanos y aquellos que se dejan consumir por su naturaleza oscura. Yo pertenezco al primer grupo, y es mi deber proteger a los inocentes de los que han caído en las sombras.
Mis pensamientos se arremolinan en mi cabeza, intentando procesar todo lo que me está diciendo. Esto no puede estar pasando. Y, sin embargo, las piezas empiezan a encajar. Los ojos rojos de Mauricio, su sonrisa de depredador, la manera en que Edwin apareció de la nada para salvarme. Todo tiene sentido, aunque no quiero admitirlo.
—¿Por qué yo? —pregunto finalmente—. ¿Por qué estás aquí, protegiéndome a mí?
Edwin parece considerar su respuesta con cuidado antes de hablar.
—Mauricio te ha elegido como su objetivo. No sé por qué, pero no podía permitir que te hiciera daño. —Hace una pausa, como si estuviera midiendo cada palabra—. He estado vigilando a Mauricio durante un tiempo, y cuando lo vi acercarse a ti, supe que tenía que intervenir.
Mi corazón late con fuerza en mi pecho mientras sus palabras se asientan en mi mente. Este desconocido, este vampiro, ha estado cuidando de mí sin que yo lo supiera, enfrentándose a un ser que podría haberme matado sin dudarlo.
—¿Entonces... estás aquí para protegerme? —pregunto, mi voz sale más débil de lo que esperaba.
Edwin asiente de nuevo, su expresión llenándose de una determinación que me hace sentir extrañamente segura, a pesar de lo surrealista que es todo esto.
—Sí, Eugenia. Mientras yo esté aquí, no permitiré que te haga daño.
Me quedo en silencio, dejándome llevar por sus palabras. La presencia de Edwin, a pesar de todo lo que representa, es reconfortante, como si de alguna manera supiera que él es mi única esperanza de sobrevivir en este mundo que acaba de volverse mucho más oscuro y peligroso.
Aunque parte de mí está aterrorizada, otra parte, la que siempre ha ansiado algo más que la rutina diaria, se siente extrañamente emocionada.