Capítulo 5

1513 Palabras
Año 520 – España. Caminé directo a las caballerizas, necesitaba cabalgar mi brioso caballo, n***o. Después de los últimos sucesos, necesitaba despejarme. Rodhon, Miguel en esa nueva vida que teníamos, salió tras de mí en un vano intento de calmarme. ―Por favor, Francisco, detente, no te vayas así ―habló a mi espalda mientras todos los peones se hacían a un lado asustados por mi mal humor. ―Déjame, Miguel, no me sigas. ―Por favor, conversemos. ―No tengo nada qué hablar contigo. Me subí a mi caballo y salí a todo galope, quería escapar de esa suerte mía que, por quinta vez se repetía. Otra vez había encontrado tarde a Rithana, ya estaba enamorada de mi hermano, una vez más, él la había encontrado primero. Otra vez tendría que utilizar mis poderes para hacer que ella se sintiera atraída por mí, claro, si él no apareciera, estaba segura de que ella me reconocería. Pero no, Rodhon había vuelto a fallar en traerla de vuelta a la vida. No entendía cómo podía errar tanto en aquello. Se suponía que debía llevarla conmigo, no con mi hermano. Cuando la encontré, ella estaba enamorada de Rodrigo, uno de los hacendados vecinos. Ella era hija de unos empleados de él, yo la vi en la iglesia el domingo anterior, estaba con él. Mi hermano la exhibía como un trofeo ganado. Y según las malas lenguas, habían ido a hablar con el Cura para casarse. Eran la pareja del año. Pero yo no lo consentiría, ellos no se casarían, ella debía ser mía, no de él. Si era necesario, manejaría sus emociones una vez más para hacer que ella se enamorara de mí y se olvidara de mi hermano, así cumpliría el propósito para el cual había nacido y por el que vivía hasta ese mismo momento. Todo el sacrificio hecho, debía valer la pena. ―¡Don Francisco! ―me llamó uno de los peones―. Lo buscan en la casa grande, vienen del “Desierto”. “El Desierto” era la hacienda de la que era dueño mi hermano. Como una gran paradoja, se había comprado los terrenos vecinos a los míos. Iba a verme. ¿Quién más podría ser? Nadie más que él podría ir de allá. No me equivoqué. En la sala de mi casa estaba mi hermano con una gran sonrisa de satisfacción en su cara. ―¿Qué quieres? ―pregunté sin saludar. ―Vengo a ordenarte que no te acerques a Rithana, ella es mi mujer, será mi esposa y no te quiero cerca de ella. ―Hay un propósito que cumplir, si no lo haces tú, lo haré yo. ―No puedes cumplir ese propósito en ella, la matarás una vez más. ―¡No soy yo quien la mata! ―casi grité. ―¿Y quién si no? ―replicó enojado. ―Te la llevas de mi lado y la asesinas junto a mi hijo. ¿Me vas a decir que lo haces en nombre del amor? ―Así es, lo hago por amor, ella no soporta los dolores y aunque pueda vivir para tenerlo, es tuyo, y no permitiré que nazca. ―Nada ni nadie impedirá que cumpla mi propósito, ella es el puente y ella será la madre de mi hijo, el que traerá a Egipto a todo el esplendor de sus mejores tiempos, gobernaré con los grandes faraones, seré uno más de ellos. ―Ni siquiera les llegas a los talones, los grandes faraones no eran como tú, no los movía el anhelo de poder, mucho menos el odio que llevas en tus venas. ―No me mueve el ansia de poder, lo que quiero es ver a nuestro pueblo renacer de las cenizas, florecer con su antigua potestad, que vuelva a estar en la cima del mundo. Algo que tú, por supuesto, no quieres ni te interesa. ―No, si es a costa de la vida de Rithana. ―Es un pequeño sacrificio, eso quedará en el olvido. ―¿Pequeño? ―replicó con sorna. ―Pequeño. Rithana puede volver, mi hijo si no nace, no, y tú los has asesinado a todos. ―¿Y eso te da derecho a hacer lo que quieras con ella? ―No es hacer lo que quiera, es tener un hijo con ella, el hijo anhelado y necesario para cumplir nuestros propósitos. ―¡Es matarla! ―No es matarla. ―¡Es matarla con dolor! ―Tú no entiendes nada, hermano, nada. Ella no morirá. Ella puede sobrevivir. Todas tus aprensiones no son nada en comparación al bien mayor que lograremos con esto. ―¿Lograremos? ―Ella y yo. ―Con ella no, tú solo, ella morirá si la tocas. ―Digas lo que digas, haré que ella se venga conmigo, ella me amará y será mía, será la madre de mi hijo y todo tomará el rumbo normal que debe tomar. ―No te acerques a ella ―ordenó. ―Haré lo que tenga que hacer ―afirmé con decisión. ―No dejaré que le hagas daño ―sentenció―, no te acercarás a ella. ―Vete de mi casa, haré lo que tenga que hacer, si ella quiere venirse conmigo… ―Ella no estará contigo. ―Eso lo decidirá ella. ―No lo permitiré ―repuso―, no te le acercarás. Diciendo aquello, se fue. Salí y me dejé caer al lado de un árbol. No quería matar a Rithana, claro que no, pero ella podía tener ese hijo, mi hermano me lo había confirmado. Rodhon se acercó y me miró, no dijo nada. ―Tú debiste hacer que llegara a mis tierras, no a las de mi hermano ―reclamé molesto. ―Sí, es cierto, lo siento, no sé qué pasó. ―¿No sabes qué pasó? ¡¿De verdad no lo sabes!? Cinco veces, Rodhon, cinco veces, ¿cómo puedes decir que no sabes? ¿Hasta cuándo tendré que aguantar que ella vea a mi hermano y se enamore de él antes que lo haga de mí? ―Ptolomeo, por favor, no sé qué es lo que ocurre, no sé por qué ella lo conoce antes que a ti, no debería ser así. ―Arréglalo, entonces, porque la necesito conmigo, necesito que tenga ese hijo, el propósito debe ser cumplido, ya ha pasado demasiado tiempo, cada vez Egipto se hunde más en el olvido. No puedo permitir que siga siendo así. No puede ser que mi pueblo desaparezca sin pena ni gloria. No lo permitiré. ―La haré llegar a ti, no te preocupes por eso. ―Hazlo pronto, han pasado cinco siglos, ya no puedo seguir esperando. ―Dos días, dame un par de días y la tendrás aquí a tus pies. ―Eso espero. Me fui en busca de mi caballo de nuevo, necesitaba tomar aire, respirar y sacarme toda la furia que tenía adentro, no soportaba ver a mi amada Rithana con mi hermano, ella debía estar conmigo, yo era su hombre. ―Estoy enamorada de Rodrigo ―aclaró Ana, Rithana en realidad, cuando llegó a mi casa y le propuse ser mi esposa. No podía volver a escuchar esas palabras de nuevo. ―No sabes lo que dices. ―Es así, él y yo estamos comprometidos, yo lo amo. ―No vuelvas a decir eso ―le ordené más brusco de lo que pretendía. ―No entiendo por qué usted me tiene aquí, Rodrigo y yo nos amamos y nos vamos a casar. La miré y manejé sus emociones, no quería que fuera así, pero una vez más tuve que hacerlo, si ella no quería estar conmigo por voluntad propia, lo haría obligada por mí, estaba seguro de que Alejandro utilizaba algún tipo de poder para atraerla, no era lógico que ella, amándome a mí, se sintiera atraída por él. ―Vamos, Ana, tú y yo debemos estar juntos. ―Me arrodillé delante de ella y tomé sus manos, sus emociones estaban desordenadas, no comprendía por qué se sentía cautivada por mí, sabía que estaba enamorada de mi hermano, pero no podía luchar contra la atracción que yo ejercía sobre ella. La besé con suavidad, con amor, con todo el amor que tenía guardado cinco siglos. Ella correspondió a mi beso con un poco de temor, pero pronto todo ese miedo se le esfumó. ―Quédate conmigo, cariño, tú me amas a mí y debemos estar juntos ―susurré en su boca. ―Yo… no estoy segura… ―titubeó. ―No te preocupes, querida, todo estará bien, tú y yo estamos destinados a estar juntos. ―¿Destinados? ―Así es, querida, nuestro destino es vivir la eternidad juntos. ―No entiendo. ―Nuestra historia viene de mucho antes que nacieras, cariño… Le conté, a grandes rasgos, lo que había pasado y la profecía que nos uniría, saltándome, obviamente, la parte en lo que sufriría al tener nuestro hijo, mucho menos que podía morir y, aunque Rodhon podía traerla de vuelta, no se lo diría, sería asustarla sin necesidad.
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