William —¿Perdón? —dijo Mari, mirándome desconcertada, como si acabara de decirle que el cielo era verde. —Te lo juro. No sabía de qué hablabas cuando lo mencionaste delante de ellos. Pensé… no sé, que lo habías inventado para burlarte de ellos. Vi cómo sus mejillas empezaban a enrojecerse. Pero no era vergüenza. Era otra cosa. Era fuego. En sus ojos brillaba una furia contenida que no tenía nada que ver con orgullo herido. Era decepción. Era dolor. Era sentirse traicionada. La tarjeta seguía entre sus dedos como un arma. Un trozo de papel convertido en puñal. —¿Me quieres decir que no escribiste esto? —me lanzó la tarjeta. La atrapé al vuelo. La miré. Era blanca, con un borde rosa y unos corazoncitos ridículos. La frase, escrita con rotulador fino, decía: Buenos días, princesa. Y al

