—No conozco a ningún Hermann, ¿no escuchaste? —mi voz sonó más chillona de lo que planeé—. ¡Alguien me mató! ¡Me dispararon! Me quedé tirada en el piso mientras mi prometido se iba felizmente con su amante. ¡Me dejó para morir! Deposité mucha de mi felicidad en él y me pago follándose a una diosa del puto sexo.
Esperaba que, por el bien de mi dignidad, nadie más de los presentes entendiera español, ya había sido suficiente de humillaciones, no quería más.
El tipo apretaba con fuerza mi brazo, me estaba haciendo daño, pero era agradable, me alivianaba, me hacía sentir que aún tenía sentimientos y a pesar de tanto dolor, podía seguir sintiendo dolor, por ende, lo peor aún no había pasado.
Pasamos entre tres oficiales que reían como si estuvieran en una fiesta y no en una estación de policías cumpliendo con su trabajo y ellos se apartaron entre bufidos, mirándonos sin entender bien qué estaba pasando. Llegamos a una especie de oficina a la que fui lanzada sin ningún tipo de gentileza y entonces el tipo me encerró dejándome así sumida en la más profunda oscuridad. Preferí eso a que ser observada por oficiales o peor, por criminales.
Cuando entramos no fui objeto de miradas indiscretas, pues todos parecían hundidos en sus propios asuntos, pero si se enteraban de la noticia y me veían… No quería hacerme de enemigos o peor, que alguien peligroso se interesara en mí porque supuestamente era muy peligrosa. Uy, sí, ¿qué les iba a hacer? ¿Bailar hasta aburrirlos hasta la muerte? Bola de inútiles.
De nada sirvieron mis gritos, ofensas y súplicas para que me sacaran en las que invertí muchas de mis fuerzas, pues a pesar de que amenacé con traer a mi poderoso y reconocido prometido quien sería capaz de patearle el culo a todos esos idiotas, nadie volvió para sacarme de la oficina.
Una vez que tenía la garganta al rojo vivo y mis palabras se habían cansado de salir, me recargué en la pared más cercana para dejarme caer. Las palabras “homicidio” y “criminal” rondaban por mi mente, se abrían paso entre mis pensamientos y se metían en lo más profundo de mí. Intenté buscar en mis recuerdos al supuesto Hermann Meyer, pero fue inútil, pues por más que me esforcé, no apareció. Y debe de ser porque nunca lo había conocido.
Román tenía infinidad de subordinados, mucha gente lo respetaba, muchos otros lo admiraban, sin embargo, sus amigos eran contados. Él nunca fue muy dado a confiar ¿Y cómo podría? Tenía enemigos por todas partes, siempre debía estar mirando sobre su hombro porque mucha gente mala lo quería fuera del juego. Era el terror de las mafias, el hombre capaz de derrumbar imperios criminales… Su muerte sería bien recibida por los malos y al asesino lo festejarían con honores.
A mí casi nunca me contaba gran cosa de su trabajo, pues solía tener muy marcada la línea divisora, no confundir vida privada con vida laboral. Pero al parecer eso se le olvidó con Sabina Lara.
En conclusión, si Román tenía como conocido o incluso como amigo a Hermann Meyer, yo nunca supe de su existencia. Y tampoco podía quedarme escondida en ese cuarto esperando a que Román me fuera a salvar.
No me consideraba una mujer indefensa ni una damisela en apuros, antes de Román yo era autosuficiente. Una vez comprometidos era él quien aportaba el subsidio de ambos, pero en mi defensa fue porque él me sacó de trabajar y me dijo que sin problemas podía dedicarme al ballet, él se encargaría de proveer, pues su sueldo como general era sustancioso. Y lo disfruté, trabajar duro era pesado y claro que tomé la oportunidad cuando se me presentó.
Pero no había olvidado que cuando me salí de mi casa con la promesa de jamás volver, había logrado salir adelante sola, no tenía lujos, no tenía una alimentación variada y gourmet y mi vivienda era pequeña ubicada en una zona no muy elegante, pero lo había logrado antes de Román y lo podía lograr después de él. Aún así, había una brecha significativa entre lograr salir de apuros económicos a lograr salir de asuntos legales que implicaban un asesinato que no cometí.
Morí por la persona que amaba, pero no mataría por nadie, o eso creía. Tal vez lo haría por mí, pero sigue siendo un supuesto.
Una vez que mis respiraciones dejaron de parecer de perro jadeante, me di el tiempo de buscar un interruptor. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y podía ver algunas siluetas, sin embargo, no distinguía bien la forma, maldito cuarto totalmente cerrado y sin una sola ventana para que entrara, aunque fuera la luz de la luna. Seguí la pared con mis manos hasta que hallé el interruptor y se hizo la luz.
Tuve que cerrar los ojos cuando se iluminó la habitación. Por poco sentía que me quedaba ciega.
Se trataba de un despacho desarreglado con documentos desorganizados y esparcidos por todas partes. Había gabardinas y sudaderas colgando de un perchero con pinta de que estaba viejo y desgastado, además de una pila de libros mal acomodados sobre el gran escritorio. Para el desastre que había, no olía mal, pues el bote de basura estaba vacío y no había rastros de empaques de comida.
Me llamó la atención una caja arrumbada en un rincón, era lisa y gris, parecía de cartón. Me acerqué y vi en el interior muchos diplomas, reconocimientos, algunas medallas e incluso insignias. Hasta abajo había una estatua pintada de dorado, pero que al tocarla se sentía como plástico. Ajá, se veía que le metían producción a sus reconocimientos. Todo estaba tan empolvado, que di por hecho que llevaba arrumbado ahí durante bastante tiempo.
Me acerqué al escritorio para revisar los documentos, parte de ellos al menos. Estaban en idioma desconocido, leyendo las palabras pude notar que se trataba de francés. Nunca entendí la razón por la que se me facilitaba mucho más leer textos en otro idioma que escuchar a alguien en otro idioma. Leyendo reconocía algo, escuchando no reconocía un carajo.
Me centré en un expediente que tenía pinta de ser un citatorio, el cual tenía una fotografía en blanco y n***o del hombre hijo de puta que me arrestó: Yoav Lablé. Ese debía ser su nombre. Como punto para él, su retrato no le hacía justicia. Se veía bastante bien en imagen, pero en persona simplemente era… Perfecto. No pude evitar hacer una comparación entre Román y él, pero eliminé rápidamente la imagen de mi ex prometido. No podía seguir lastimándome así.
Me entretuve mirando todo lo que había en la habitación, algunos libros sobre leyes, otros del tipo militar, unas novelas policíacas antiguas… El tipo sería interesante de conocer si no fuera un maldito, suponiendo, claro, que este fuera su despacho u oficina. Intenté abrir algunos cajones, pero todos tenían seguro. Al final di con una pequeña caja metálica escondida entre libros y periódicos que datan de tres años atrás. Al abrirla, me llevé una sorpresa.
Esperaba un anillo de matrimonio, tal vez alguna moneda de gran valor, incluso alguna carta de suma importancia. Definitivamente no una fotografía.
El niño de ojos azules sonreía alegremente, alzaba una mano por encima de su cabeza como si estuviera saludando. Se hallaba sentado sobre el pasto verde y un pato de juguete yacía a su lado. Se veía tan tranquilo y la imagen fue tan común, que por un momento olvidé que estaba metida en un aprieto de los grandes.
Volteé la foto en un intento por investigar alguna fecha o el nombre, pero la parte de atrás estaba en blanco. Al mirar de nuevo al niño, me di cuenta del parecido increíble con Yoav. Mientras más lo miraba, más veía semejanzas. Él tenía que ser el niño. Y esa foto debió tomarse después de que se estableció el nuevo orden. Después de la guerra que provocó que los europeos migraran hacia acá.
El sonido de una llave en la cerradura me sacó del ensueño para apenas darme tiempo de guardar la fotografía dentro de la caja y poner todo como lo encontré. Lo único que me faltaba es que me acusaran de fisgona, que sí era, pero no quería que lo supieran.
Mi mirada se encontró con la de azul gélida de Yoav, fue suficiente para congelarme. Pude notar un ligero cambio en él, casi como si al verme en mi estado le diera pena. O lástima. Entonces se dio cuenta de que estaba excesivamente cerca de la caja y su ánimo cambió radicalmente. Incluso lo pude sentir.