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Las crónicas de Feralis

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Descripción

Una novela de fantasía épica, amor feroz y renacimiento eterno.

En un mundo dividido por la guerra, donde los continentes arden bajo la sombra de un rey tirano,

dos almas destinadas a encontrarse cambiarán el curso de la historia.

Ania, una omega marcada por el abandono y la oscuridad heredada,

y Kalen, el alfa carmesí del Bosque Rojo,

no solo deberán sobrevivir a una guerra de reinos,

sino a sus propias heridas, miedos y secretos.

Junto a un grupo de guerreros inolvidables —un errante bromista de la estepa, una poderosa hechicera, un asesino del volcán y un líder de la costa—

emprenderán una misión imposible:

detener al Rey n***o, purificar la oscuridad que corrompe el alma de Ania

y devolver la esperanza a un mundo que ha olvidado cómo soñar.

Batallas épicas, magia ancestral, dragones espirituales,

y el peso de un legado que no pidieron cargar,

los guiarán hasta el corazón de la oscuridad.

Pero no es el poder lo que decidirá el destino del mundo.

Es el amor.

El amor que resiste la muerte.

El que perdona lo imperdonable.

El que florece, incluso en la noche más profunda.

Donde Florece la Luz es una historia de guerra y ternura,

de redención y familia,

donde el final no es la victoria…

Sino el regreso a casa.

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Las crónicas de Feralis
CAPITULO 1 Era un día soleado en el bosque. La luz del sol se filtraba entre las altas copas de los árboles, pintando el suelo con sombras danzantes que se movían al ritmo del viento. El aire olía a tierra húmeda y flores silvestres. Más adelante, el sonido del agua corriendo rompía la quietud del bosque: un grupo de omegas se bañaba y jugueteaba en el río cristalino, cuyas aguas reflejaban destellos dorados como si contuvieran fragmentos de sol. El agua corría suave, clara como el vidrio, lo suficientemente fría como para despertar risas y chillidos cada vez que alguien se sumergía. Algunas omegas nadaban, otras se recostaban en las rocas a tomar el sol, mientras otras chapoteaban entre ellas, salpicándose con picardía. El aroma de los árboles frutales cercanos se mezclaba con el leve perfume de los aceites que algunas llevaban en el cabello. Kalen las observaba desde la orilla, apoyado contra un tronco, con los brazos cruzados sobre su pecho. Su cabello carmesí brillaba con el reflejo del sol y sus ojos oscuros se movían con cuidado entre los cuerpos que reían y se movían con libertad. Una sonrisa lobuna se dibujó en su rostro, cargada de cierta melancolía, pero también de deseo contenido. Sin embargo, por dentro hervía de frustración. Los ancianos lo estaban presionando nuevamente para que tomara una pareja. Según ellos, ya era hora. Era el alfa más poderoso y respetado de la región, el guerrero más temido… y también el más solitario. —Como si conseguir pareja fuera sencillo —murmuró entre dientes, molesto—. No debería ser una decisión apresurada. Además, tengo mis responsabilidades con la manada, y una pareja solo me quitaría tiempo. Sacudió la cabeza con fastidio, pero algo en su interior —una sensación desconocida que llevaba tiempo intentando ignorar— le susurraba que, quizá, los ancianos no estaban del todo equivocados. La vida en la manada del Bosque Rojo era tranquila. Sus leyes eran ortodoxas y estrictas. Se regían por jerarquías: los alfas mandaban, los betas obedecían, y los omegas —los más vulnerables— eran protegidos y estaban a merced de las decisiones de los alfas. Kalen era el alfa más fuerte, el mejor guerrero y cazador, incluso reconocido por otras manadas aliadas. Eso lo convertía en uno de los alfas más temidos y admirados. De pronto, escuchó pasos acercándose. Kalen giró el rostro: un mensajero, con el característico yukata café de los betas, se acercaba con prisa. —Kalen-sama, el jefe Roem lo busca —dijo el beta con la cabeza baja, en señal de respeto. —Gracias, Ryu. ¡Regresen a la aldea! —ordenó Kalen a las omegas que aún jugueteaban en el río. Mientras caminaban de regreso, el alfa de cabello carmesí escaneaba la zona, con sus sentidos protectores en alerta por si se presentaba alguna amenaza. Mientras tanto, su mente no dejaba de preguntarse qué podía ser tan importante como para que el jefe lo llamara personalmente. Mientras regresaban a la aldea, el grupo fue recibido por una brisa cálida que arrastraba el olor del pan recién horneado y el humo de las chimeneas. A lo lejos se veían las primeras casas, hechas de madera pulida, con techos de paja y enredaderas verdes trepando por las paredes. Cada casa tenía faroles colgando en la entrada y pequeños altares dedicados a los dioses protectores de la naturaleza. La aldea se extendía en círculo alrededor de una gran plaza de tierra apisonada, donde los niños jugaban con espadas de madera y las ancianas tejían bajo la sombra de los árboles. En el centro, una fuente de piedra blanca rendía tributo a la diosa de la luna. El agua que brotaba caía en cascada, haciendo un sonido relajante, como un susurro constante. Kalen cruzó la plaza con paso firme. Al pasar, un grupo de omegas que barría la entrada de una tienda se giró hacia él con sonrisas nerviosas. —Kalen-sama, ¿cómo le fue en el patrullaje hoy? Kalen se detuvo un segundo, les dedicó una sonrisa pícara. —Señoritas, como siempre, todo en orden. Les guiñó un ojo y las jóvenes soltaron una risita, ruborizadas. —Ahora, si me permiten, tengo asuntos importantes que atender —dijo con un tono grave, aunque su sonrisa no desaparecía. La cabaña del jefe Roem se alzaba imponente frente a la plaza principal, hecha de madera oscura y sólida como una fortaleza. En la entrada, colgaba el estandarte de la manada: un lobo en guardia bajo un árbol rojo, símbolo de fuerza y lealtad. De la chimenea se alzaba una delgada columna de humo que olía a leña y hierbas secas. Kalen empujó las puertas dobles con firmeza. El interior era cálido y lleno de historia: las paredes estaban adornadas con cabezas de bestias cazadas, trofeos de antiguas batallas, lanzas, arcos y pieles colgadas como estandartes. Había vitrinas con objetos rituales, papiros enrollados y mapas que cubrían gran parte de una de las paredes. En el centro, una joven omega se encontraba detrás de un escritorio, tomando notas en un libro grueso con cubierta de cuero. —Alfa Kalen, el jefe Roem lo espera en su oficina. Pase, por favor —dijo con una voz suave, pero segura, y una sonrisa encantadora. —Gracias, preciosa —respondió Kalen, con ese tono grave y seductor que parecía natural en él. Le guiñó un ojo antes de cruzar hacia la puerta trasera. Al abrirla, lo envolvió un aroma fuerte a almizcle, hierbas secas y cuero curtido. La oficina era un santuario de estrategia y poder. Roem estaba sentado tras un enorme escritorio tallado con figuras de lobos entrelazados. Era un hombre de presencia imponente, con cabello gris corto, piel morena marcada por cicatrices antiguas y unos ojos oscuros, serenos, pero firmes. —Me mandó llamar, jefe —dijo Kalen, inclinando la cabeza respetuosamente. Roem levantó la mirada de unos papiros y asintió lentamente. —Así es, Kalen. Tengo noticias importantes que no debemos tomar a la ligera. Kalen se tensó. El tono del jefe no dejaba lugar a dudas: era algo serio. —¿De qué se trata? —El continente de Loren ha estado en guerra durante décadas. Hasta ahora, su conflicto no nos afectaba directamente… —Roem hizo una pausa, cruzó los dedos y los apoyó sobre su barbilla—. Pero las últimas señales indican que el conflicto podría expandirse más allá de sus fronteras. Algunos clanes están desesperados, otros se están aliando con fuerzas oscuras. Kalen apretó los puños sin darse cuenta, su mente ya evaluando las posibles amenazas. —Los jefes de los clanes hemos decidido formar una red de defensa. Necesitamos estar listos para cualquier eventualidad. Quiero que tú entrenes a los nuevos guerreros, que los prepares para lo peor. Los enviaremos a campamentos en puntos estratégicos del continente. Las demás manadas aliadas están haciendo lo mismo. —Entendido, jefe. Me encargaré personalmente —respondió Kalen, con voz firme—. ¿Hay algo más que deba saber? —Por ahora, eso es todo. Confío en ti, Kalen. No solo como alfa… sino como protector de todo Feralis. Kalen asintió con una reverencia antes de darse la vuelta y salir de la oficina. Kalen cruzó la plaza con pasos decididos. Su voz resonó con fuerza, cargada de autoridad. —¡Atención todos! Reúnanse en el área de entrenamiento ahora mismo. Jóvenes y veteranos, alfas y betas por igual. ¡No hay tiempo que perder! Los presentes detuvieron sus actividades de inmediato. Los más jóvenes corrieron con emoción, los adultos con gesto serio. El aire en la aldea cambió: algo grande estaba por venir. El campo de entrenamiento se encontraba a las afueras, rodeado de árboles y delimitado por estacas talladas con símbolos tribales. El suelo estaba cubierto de tierra batida y sudor antiguo, marcado por generaciones de entrenamiento y esfuerzo. Espadas de madera, arcos, pesas, muñecos de práctica… todo estaba ahí, esperando. Kalen se paró frente al grupo, con los brazos cruzados y la mirada encendida como fuego. —¡Escúchenme bien, perros sarnosos! —su voz era un trueno—. He recibido órdenes de Roem. La guerra de Loren es un peligro real. No podemos permitir que nos tome por sorpresa. A partir de hoy, entrenaremos sin descanso. Lucharemos por proteger nuestro estilo de vida, nuestras familias, nuestra manada… y nuestro futuro. El grupo se tensó. Algunos se miraron entre sí, otros se pusieron en posición sin dudar. Nadie cuestionó al alfa. Nadie lo haría jamás. Kalen dio un paso al frente. —Los débiles caerán. Los fuertes resistirán. Y los valientes… ¡liderarán! Los guerreros aullaron al unísono, una mezcla de miedo y determinación encendiendo el ambiente. La guerra aún no había llegado, pero el espíritu del combate ya ardía en sus corazones. CONTINENTE DE LOREN El continente de Loren, alguna vez majestuoso y lleno de vida —con bosques, montañas, estepas, cascadas, ríos y lagos—, hoy no era más que una sombra de lo que fue. La vegetación variada, las praderas coloridas y la fauna diversa habían desaparecido. Ahora todo era oscuridad, desolación y muerte. Pueblos destruidos, caminos cubiertos de ceniza y aldeanos muriendo de hambre eran el nuevo paisaje hasta donde la vista alcanzaba. En el centro de todo ese caos, se alzaba el Palacio del Rey n***o, una fortaleza siniestra construida en piedra oscura que absorbía la luz del sol. Allí, en su trono de obsidiana, un alfa anciano gobernaba con puño de hierro, moviendo las piezas de su imperio con frialdad calculada. —¡Necesito más! ¡Quiero que esos inútiles trabajen el doble! —gruñó el Rey n***o, su voz retumbando por las paredes del salón. —Señor, ya hemos agotado todo el oro y las piedras mágicas disponibles en el continente —informó uno de sus consejeros, un beta de rostro pálido y manos temblorosas—. Además, los rebeldes han estado robando y destruyendo cuarteles. Son cada vez más… —¡Malditos rebeldes! —rugió el rey, golpeando su puño contra el trono—. Encuéntrenlos. Maten a todos. ¡No quiero ni uno vivo! El silencio se apoderó de la sala hasta que el rey añadió, con tono más frío: —Es momento de pensar en la expansión. Investiguen qué territorios son más vulnerables. Quiero saber qué recursos tienen. Atacaremos, reclutaremos… y destruiremos a los que se resistan. —¡Sí, señor! —respondieron los consejeros al unísono. Lo que no sabían era que, oculta tras un tapiz, una omega rebelde había escuchado todo. Su corazón latía con fuerza. —Maldición… debo informar al jefe —susurró. Era Ania, delgada, de piel blanca como la luna, cabello plateado como la nieve y ojos esmeralda que brillaban incluso en la penumbra. Salió corriendo del castillo en cuanto pudo. Al llegar a una distancia segura, se transformó en una magnífica loba blanca. Su pelaje resplandecía con la luz lunar, como si llevara consigo una bendición divina. Corrió por entre árboles muertos, entre raíces y ramas quebradas, atravesando la noche sin detenerse. Corrió toda la noche y parte de la mañana, hasta que, agotada, llegó al campamento oculto en lo profundo de una cueva protegida por magia antigua. —¡Jefe! ¡Traigo noticias! —exclamó al llegar, jadeando mientras recuperaba su forma semi-humana—. El Rey n***o… él planea eliminar a nuestros grupos rebeldes. Pero lo más grave es que quiere expandirse, conquistar otros continentes… reclutar o asesinar a todo aquel que se le oponga. Kail, el joven alfa rebelde, levantó la vista de los mapas que revisaba. Tenía la piel morena, ojos ámbar intensos y cabello castaño desordenado. Al ver a Ania, su expresión se suavizó. —Ania, has vuelto. Buen trabajo… estaba preocupado. Se acercó a ella, la rodeó con los brazos y le dio un tierno beso en la cabeza. —Toma asiento, pequeña —dijo, ofreciéndole un cuenco de agua. Ania bebió mientras lo observaba en silencio. Kail tomó sus manos con firmeza. —Así que el Rey n***o planea expandirse… No podemos permitirlo. Ania, lamento pedírtelo de nuevo, pero eres la mejor espía que tenemos. Regresa al castillo. Investiga más. Averigua cuándo y cómo planean atacar. —Saldré inmediatamente, Kail —respondió Ania, poniéndose de pie. Kail la detuvo con una mirada intensa. —¿Ania? Ella se giró. Sin previo aviso, Kail depositó un suave beso en sus labios. Los ojos de Ania se abrieron sorprendidos, pero luego se rindió a la ternura del momento. Cerró los ojos y correspondió al beso, breve pero lleno de sentimientos no dichos. Cuando se separaron, él susurró: —Te estaré esperando, pequeña. Ania asintió y partió. Se transformó en loba y emprendió el camino de regreso. Al llegar nuevamente al castillo, notó un movimiento inusual: soldados cargando provisiones, armas, mapas. Escuchó órdenes dispersas. Pronto comprendió que planeaban partir al amanecer desde la costa oeste, con un grupo de reconocimiento. No tardó en regresar al campamento para advertir a Kail. —Quieren partir mañana. Desde la costa oeste. Un grupo de exploración y rastreo. Intentarán pasar desapercibidos —informó. Kail asintió con seriedad. Reunió a sus mejores guerreros y magos. Debían detener esos navíos antes de que salieran del continente. Cuando llegaron a la costa, el silencio era sospechoso. El mar se extendía tranquilo, sin señales de embarcaciones. —¿Dónde están…? —murmuró Kail, escaneando el horizonte. Entonces fue demasiado tarde. De pronto, fueron rodeados. Desde las dunas, entre los árboles, desde las sombras… enemigos por todas partes. —¡Hahaha! Así que ustedes son los malditos rebeldes que han estado frustrando nuestros planes —dijo un alfa con armadura negra—. Pues eso se acabó. ¡Hasta aquí llegaron! La batalla comenzó, brutal y desmedida. Los enemigos los superaban en número. Hechizos oscuros volaban en el aire, espadas chocaban, gritos se mezclaban con rugidos de dolor. Kail luchó con valentía, enfrentando al líder enemigo, un guerrero que portaba la mítica espada Murasama, una hoja maldita que otorgaba poder sobrenatural… pero a un precio. A pesar de toda su habilidad, Kail no pudo vencerlo. La hoja maldita cortó profundo. Cayó. Ania, aún en la guarida, sintió algo extraño. Su pecho se apretó. Entonces llegó un sobreviviente, sangrando, tambaleante. —A… Ania… Kai… Kail está… No alcanzó a terminar. Cayó muerto a sus pies. Ania corrió con todas sus fuerzas hasta la costa. Cuando llegó, su corazón se rompió. Cuerpos por todas partes. La arena manchada de sangre. El viento helado. Y allí, entre los cuerpos, Kail. Su amado. —¡No… no, no, noooo! ¡Kail! —gritó con desesperación, arrodillándose junto a él. Las lágrimas brotaron sin control. —¿Por qué? ¡¿Por qué tú…?! Kail, con su último aliento, susurró: —Murasama… Te amo, Ania… Y entonces, silencio. Un silencio que gritaba más fuerte que cualquier batalla. Ania se quedó toda la noche abrazando el cuerpo sin vida de Kail. Cuando ya no tuvo más lágrimas, alzó el rostro hacia la luna y, con voz temblorosa, juró: —No permitiré que el Rey n***o logre sus planes. No importa lo que tenga que hacer… Kail, vengaré tu muerte y traeré la paz a Loren. Lo juro.

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