capítulo 5

1539 Palabras
Tamara se despertó una vez más con la sensación de vacío en el estómago, un síntoma habitual de su vida en los últimos meses. Mientras el sol apenas comenzaba a iluminar las calles, ella se levantó y se preparó para otro día que, en su mente, prometía ser igual al anterior. Desayunó solo un café frío, como todas las mañanas, y salió de su casa arrastrando los pies, con su capucha cubriendo su rostro sombrío. Caminaba lentamente por las calles vacías, sintiendo el aire fresco y húmedo del amanecer. Al llegar a la iglesia, un lugar que había encontrado como refugio, entró y se sentó en un banco alejado, observando las velas encendidas que bailaban con el viento. Las sombras danzaban a su alrededor mientras cerraba los ojos, esperando que ese momento de calma pudiera aliviar su tormento interno. — Hola, ¿hoy sí hablarás? —preguntó una voz femenina desde lo alto. Tamara abrió los ojos y vio a una mujer de cabello canoso y sonrisa amable. — Yo no sé —respondió ella, dejando escapar una risa nerviosa. — Debes hacerlo si quieres regresar —insistió la mujer, con un tono suave pero firme. Tamara suspiró, sintiendo el peso de la vida sobre sus hombros. — Me llamo Gabriela, desde los trece años tomé todas las bebidas alcohólicas y consumía cocaína, a veces éxtasis dependiendo de la situación. Con eso es suficiente —dijo, dejando escapar una parte de su historia que había mantenido oculta. — ¿Gabriela, cuál fue la situación por la que consumías? —preguntó la mujer, con interés genuino. — No le importa —respondió Tamara, evitando la mirada inquisitiva. La mujer la miró fijamente. — Para ser parte de este grupo hay que decir la verdad y a tu historia le falta algo. — Solo quiero venir a escucharlos; me mantiene lejos de esa mierda —protestó Tamara, sintiendo cómo sus manos comenzaban a temblar. — No funciona así —replicó la mujer. — ¿Por qué no? Solo quiero escuchar —insistió Tamara, con un hilo de desesperación en su voz. — Es una forma de sanar sus heridas, compartir nuestros traumas para poder superarlos —dijo la mujer nuevamente, esta vez acercándose un poco más. — Yo, yo no puedo —Tamara vaciló, sintiéndose atrapada entre su deseo de encerrarse y la necesidad de liberarse. — Entonces no puedes volver —la mujer declaró, y esas palabras resonaron en el corazón de Tamara como un eco hiriente. Desesperada, Tamara salió corriendo de la capilla. El bosque la esperaba, y sus pies la guiaron sin pensar, hasta que llegó al lago. Sin dudarlo, se zambulló, dejando que el agua fría la abrazara, deseando que el peso de su vida simplemente se desvaneciera. Brazos fuertes la sacaron del lago, rompiendo el hechizo del agua. — ¡Estás loca! —gritó César, todavía tratando de controlar su respiración acelerada. — ¿Por qué no me dejaste morir? —preguntó Tamara, con los ojos llenos de furia y dolor. — Porque la vida es valiosa, tienes mucho por vivir —contestó César, con sinceridad. — Mi vida es una mierda —gritó Tamara, la rabia explotando de su interior. — No, no es así. Javier me contó —César empezó, pero no terminó la frase. — ¿Qué te contó Javier? —preguntó Tamara, sintiendo un nudo en su garganta mientras las lágrimas comenzaban a brotar. — Me dijo que eres adicta. Lo que no entiendo es por qué consumes esa basura —dijo César, y Tamara lo miró, sintiéndose expuesta. — Ustedes no saben nada de mí, ¿qué pueden saber ustedes dos niños de mamá? ¡Ustedes que crecieron en buenos hogares! —replicó, el odio y la frustración llenando su voz. Se levantó con dificultad, cojeando debido al dolor en su pierna, mientras una lluvia de lágrimas caía sin permiso por sus mejillas. César la observaba alejarse, impotente. Al llegar a casa, Tamara se encerró en su habitación, buscando consuelo en el silencio. Entró al baño y miró su cuerpo en el espejo, lleno de marcas de golpes y quemaduras. En su nalga, observó el tatuaje de un escorpión con una rosa en sus tenazas, la marca de pertenencia al cartel del diablo. Era un recordatorio de todo lo que había perdido. Bajo la ducha, el agua caía sobre ella, llevándose consigo algunos de esos recuerdos ingratos. Trató de lavarse el alma, de despojarse de la angustia, pero una vez vestida con pantalones y una camiseta de manga larga, se acostó, cubriendo su cabeza con la manta, intentando dormir. Sin embargo, las pesadillas volvieron a atormentarla, haciéndola despertar con miedo cada vez que el sueño la abandonaba. Una semana pasó sin que Tamara saliera de su habitación. César venía todos los días, pero Margarita le decía que estaba enferma. Él, inquieto, no podía concentrarse. Era la secundaria y los momentos con sus amigos deberían ser ligeros, pero la preocupación por Tamara lo absorbía. — Oye, ¿qué te pasa? —preguntó Javier, notando la melancolía en su amigo. — Nada que te interese —respondió César, desinteresado. — Estás así por Tamara, ¿verdad? —insinuó Javier. — Tu prima no estudia, está sola todo el tiempo. A ti no te importa ella, no vas a ayudarla —dijo César con resentimiento. — Tamara no es la misma. Desde su regreso solo viste con ropa grande, usa capuchas todo el tiempo, está nerviosa. Yo no puedo perder la beca a la universidad —respondió Javier, a punto de estallar. El aire entre ellos se llenó de tensión. La confusión y la desesperación brotaban de uno y otro como si fueran llama y combustible. Pero en el fondo, ambos sabían que Tamara, esa chica rota y perdida, necesitaba ayuda, y ellos estaban atados a sus propias luchas. Mientras tanto, en su agujero oscuro, Tamara seguía luchando con sus demonios, esperando que algún día encontrara la fuerza para enfrentar su dolor y, tal vez, reconstruirse a sí misma. La vida es un camino torcido, pero aún había tiempo, y aunque ella no lo supiera, había quienes se preocupaban por su regreso. César miraba a Javier con una mezcla de frustración y preocupación. La situación era crítica, y cada segundo que pasaba parecía un paso más hacia el abismo. Tamara estaba atravesando un momento difícil. —Yo la voy a ayudar, tú aléjate de ella —dijo César, apretando los puños mientras se enfrentaba a su amigo. Javier, sintiéndose entre la espada y la pared, bajó la mirada. Sabía que inmiscuirse en la vida de Tamara podría resultar en un desastre, no solo para ella, sino también para él. Si su madre se enteraba de que estaba cerca de ella, llamaría a sus tíos en la ciudad. Si Javier le mencionaba la situación, las cosas no harían más que empeorar. —Yo... yo no puedo ayudarla —respondió Javier, su voz temblando apenas perceptiblemente. La verdad era que su deseo de estar al lado de Tamara luchaba contra su instinto de protegerse. César se dio cuenta de que su amigo estaba paralizado por el miedo. A veces, Javier parecía tener más miedo de lo que pudiera pasar que ganas de actuar. Pero eso no era suficiente; Tamara necesitaba apoyo, y él no podía esperar a que Javier se decidiera a dar un paso al frente. —¿Y qué harás entonces, Javier? —inquirió César, frunciendo el ceño—. ¿La dejarás sola? No podemos mirar hacia otro lado. Ella necesita a alguien que esté allí para ella. A medida que la tensión crecía en la conversación, Javier sintió una punzada de culpa. Recordó las noches en las que Tamara había estado a su lado, riendo y compartiendo secretos. ¿Acaso no era hora de devolverle el favor? Pero lo pensó de nuevo. Si se metía en esa situación, podría enfrentar consecuencias que jamás había considerado; su futuro académico podría verse comprometido, y su madre sería la primera en hacerlo pagar. —César, sabes que me importa Tamara, pero también tengo que pensar en mí. Esta beca universitaria... —comenzó a decir, pero César lo interrumpió. —¡Esa es la cuestión! Siempre piensas en lo que te conviene, pero ¿y Tamara? ¿No te importa cómo se siente? Te estás dejando llevar por el miedo, y eso no es lo que haría un verdadero amigo.--- Las palabras de César calaron hondo en Javier. La lucha interna era palpable; su corazón quería salir corriendo hacia Tamara, pero su mente le advertía del peligro. Sin embargo, al ver la determinación en los ojos de César, comenzó a cuestionarse. —Vale, ¿qué propones? —preguntó finalmente, sintiendo que su resolución se desmoronaba ante la magnitud de la situación. César sonrió, un destello de esperanza iluminando su rostro. —Primero, tenemos que asegurarnos de que esté a salvo. Luego, encontraremos una manera de lidiar con los síntomas la abstinencia. No la dejaremos sola, no mientras podamos ayudarla. Con esas palabras, Javier comprendió que aún había tiempo para hacer lo correcto. La verdadera lección estaba en unirse y ser valiente cuando todo parecía perdido. Pero su madre no podía enterarse o cumpliría con su amenaza.
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