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1028 Palabras
Cata manejaba sin un rumbo claro. Sus ojos empañados no podían dejar de llorar, aún no había logrado recuperar el aire que sentía que faltaba en sus pulmones y la escena de su cuarto se repetía con insistencia en su mente, sin tregua, sin explicación, sin vuelta atrás. En ese momento pesó más de lo habitual que su familia viviera en Córdoba. Ella había crecido en el pequeño pueblo de Villa General Belgrano, a unos 80 kilómetros de la capital de la provincia. Había completado la primaria y secundaria en el colegio Alemán de la villa, lugar en el cual aún contaba con varios amigos. Pero ya en su último año, un proyecto de ciencias que ella había propuesto llamó la atención de la comunidad científica, cuando gracias a un concurso logró ser publicado en Buenos Aires. Entonces comenzó a recibir algunas ofertas de becas para distintas universidades y cuando fue aceptada por la más prestigiosa de Buenos Aires no lo dudó. Con apenas 17 años, se mudó sola a la gran ciudad, tan diferente a lo que conocía hasta entonces. Al principio la soledad le había pesado, pero de a poco se fue enamorando de la ciencia y encontró un refugio entre fórmulas y elementos químicos que la llevaron a involucrarse con algunas materias, hasta lograr ser considerada como la ayudante más joven en ser aceptada en la cátedra del Dr. Ramos, una eminencia de la universidad. Pasó un año hospedada en el campus, pero luego de haber compartido sus clases y tiempo libre con Luli, una joven divertida, auténtica y empática, decidieron mudarse juntas a un pequeño departamento de la zona de Retiro. Cata era ayudante de cátedra de histología y daba algunas clases particulares a alumnos de secundaria de un colegio alemán de la zona para el que una de sus docentes la había recomendado. Con eso juntaba lo suficiente para pagar su parte del alquiler. Luli contaba con algo de ayuda de su familia y trabajaba en un bar algunos fines de semana. Recordaba que al principio comían poco y siempre productos de bajo presupuesto, aprovechando al máximo las deliciosas viandas que la madre de Luli les enviaba cada domingo. Con el correr de los años su economía comenzó a mejorar de a poco y para cuando estaban en la mitad de la carrera, se daban algunos lujos, como cuando visitaban el almacén de pizzas de la calle French. Recordaba aquellos años con mucha felicidad. Cuando Luli decidió cambiar de carrera a medicina, continuaron compartiendo el departamento y mucho más. Su amistad creció, maduró y se fortaleció al igual que ellas mismas y justamente era por eso que se encontraba tocando el timbre de la mejor amiga que la vida le hubiera regalado. Luli la recibió con los brazos abiertos y le ofreció ese abrazo que tanto necesitaba, el mismo en el que descargó toda la angustia y frustración que guardaba en su pecho. Al cabo de varios largos minutos, cuando por fin pudo pronunciar alguna palabra le narró cómo pudo el colapso que había sufrido su vida. Luli nunca había sido del equipo de Pablo. Lo encontraba arrogante y autosuficiente. Había desconfiado de su personalidad tan carismática, pero desde que Cata había decidido casarse con él, no tuvo más remedio que apoyarla. Sin embargo, la actitud que Pablo había mostrado cuando los años comenzaron a correr y el ansiado deseo de ser madre de Cata no se concretaba, no había hecho más que confirmar sus sospechas. Ella había insistido en que realicen consultas con especialistas y en la posibilidad de iniciar algún tratamiento, pero Pablo se había limitado a asumir que el problema era de Cata, llevando al extremo más bajo su autoestima y aniquilando toda esperanza que ella podría guardar. Pablo era una porquería de persona y en el fondo lo que acaba de suceder podía ser la oportunidad para que Cata pudiera ir detrás de sus sueños, por fin. Sin embargo estaba segura, de que no era el momento de manifestarlo, ahora sólo necesitaba su hombro para llorar y su mano para volver a levantarse. -No puedo regresar a esa casa.- dijo Cata intentando, inútilmente, que las lágrimas dejaran de salir de sus grandes ojos marrones. -Claro Cata, olvídate. Avisá en el trabajo que mañana no podes ir, yo mañana paso a buscarte algo de ropa y te quedas acá todo el tiempo que necesites.- le respondió Luli acariciando su mano con ternura. Entonces el teléfono de Cata comenzó a sonar, pero ella ni siquiera lo miró. -Es Pablo. Debe ser la llamada número 30.- dijo con amargura. Luli tomó el celular y luego de leer la leyenda que anunciaba 28 llamadas perdidas lo apagó. -Todo a su tiempo, amiga. Ahora anda a darte una ducha bien caliente que yo te preparo algo para comer.- dijo y al ver Cata negaba con su cabeza la tomó de los hombros y obligándola a ponerse de pie la condujo hasta al baño. -No me obligues a desnudarte, que bien sabes que soy capaz.- le dijo con falso tono de amenaza. Cata la miró con un intento de sonrisa en su rostro. Amaba a su amiga con su vida, desde que se conocían habían sido amigas, hermanas y hasta madres la una de la otra. Consejeras, vestuaristas, financistas, apuntadoras y como en este momento, el refugio perfecto para el tratamiento de un alma quebrada. Volvió a abrazarla. Su amiga sabía demasiado bien lo que era el sufrimiento. Había perdido un hijo prematuro a los pocos días de nacer y ya nada fue lo mismo. Su matrimonio había agonizado por unos meses hasta que finalmente como una crónica anunciada había desaparecido. Fiel a su personalidad luchadora, había logrado rearmar su vida y hoy, 5 años después de aquella tragedia, se aferraba a la vida, con el único sueño de volver a ser madre algún día. Cata obedeció a su amiga y cuando sus doloridos ojos le pidieron un respiro, finalmente cayó presa del agotamiento de lo que recordaría como el peor día de su vida y se entregó a los brazos de Morfeo con una falsa esperanza de que al levantarse todo pudiera verse diferente.
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