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Seis estancias

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Descripción

El reloj marcó las siete de la noche. Juliet se desmayó y despertó en un mundo muy alejado del real.

Las estancias, creadas por un demonio mitológico, ofrecerán un espectáculo siniestro que atormentará a Juliet. Y para lograr culminar la historia de cada estancia, deberá afrontar su pasado. Sin embargo, había una condición: cada persona que muera en el recorrido, morirá en la realidad. Por tanto, la vida de su familia estaba en riesgo.

¿Te atreves a recorrer la seis estancias que el demonio creó o temes de tu sombra?

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Capítulo 1
La tarde justificaba el esbozo de un sol rojizo que bajaba por detrás los rascacielos citadinos. Estaba cubierto por un manto de neblina ominoso y era todo un deleite visual para las personas que disfrutaban de un atardecer evanescente por aquellas horas. Las tonalidades del cielo podían ser apreciadas desde la alcoba. En el vidrio de la ventana se podía posar una mano para luego soñar con volar. La sombra de las persianas se deslizaban en una alfombra lúgubre. De manera que la penumbra, gracias a la escaza luz de la calle, era dueña de la habitación. El ventilador de techo seguía encendido, y el armazón central tintineaba por la danza de un hilo que colgaba y trazaba círculos interminables, igual que las aspas. Una joven de cabellos oscuros apenas se vislumbraba conforme el reloj de pared hacía su trabajo, tic-tac, tic-tac. Eran las seis de la tarde. Ella miraba al techo con ambas manos estaban entrelazadas en el vientre, sumida en sus pensamientos. Escuchaba voces detrás de la puerta, en la rendija inferior de esta, se colaba una lámina de luz artificial en el suelo que se apagaba en el intento de llegar a las patas del escritorio. «Pronto acabará», pensó. Se hizo un ovillo en dirección a la pared. En el frío concreto dibujaba figuras de conejos con los dedos. A veces reía, pero sus lágrimas se escapaban por la comisura de sus ojos y, entonces, recorrían las mejillas pecosas. Llevó una mano para retirar otra lágrima en el cachete derecho. Sentía que las voces eran más altas. —¿No ves las deudas que debemos saldar? —escuchó una voz masculina, raspada y grave—. La miseria nos ha precedido, alcanzó nuestra cartera y extinguió nuestro ahorro familiar. —Ni un mísero grano de arroz podemos adquirir. —La voz femenina, frágil, hizo una pausa corta—. La guerra afectó nuestra economía. ¿Qué haremos? Un golpe seco, ahuecado por las paredes, retumbó en el tímpano de la joven. Sus manos tomaron el borde la almohada y, alzando un poco la cabeza, cubrió sus oídos. Dejó reposar la sien palpitante en el algodón sintético. Los ojos acuosos temblaban, el sollozo ahogado consumía su fuero interno. El sonido de la sirena de una ambulancia reducía los ruidos de la catástrofe. La alcoba se alumbró momentáneamente por el fugaz celaje de las luces rojas y azules. Sin embargo, cuando la luz se fue, la penumbra retornó y las sombras, como cucarachas voraces, retomaron su lugar en los rincones. —No me preguntes qué hacer, estoy cansado de intentarlo —dijo la voz masculina, resollaba. Pasos, alguien se acercaba a la puerta. Un golpe suave sonó, ese alguien buscaba la compañía de aquella persona con los oídos cubiertos por la almohada. —Allí vas a reunirte con ella —reprochó la voz—. Mientras nos morimos de hambre, tú solo lloras y lloras. Ojalá me ayudaras en vez de llorar y escupir sangre. La joven, de improviso, se incorporó y, de un salto, giró el picaporte con premura. Cuando abrió la puerta, no dudó en asió del brazo a la mujer abrazada en sí misma. Los gemidos de dolor aceleraban los latidos de la joven. En el labio maternal, partido, un hilo de sangre descendía por el mentón. Su cuerpo estaba plagado de moretones y daba la espalda a la luz del pasillo. La joven cerró la puerta, asustada. Sabía que él venía. Tomó una llave, corrió el primer pestillo, luego buscó una barra de hierro y la colocó en la esquina baja de la puerta, donde habían dos encajes combados. Abrazó la mujer, que reposaba en la alfombra de la habitación. La oscuridad se volvió densa. El reloj, sin descansar, marcaba las seis y treinta minutos. Trémula, dirigió su vista hacia el vacío del closet. Recostada en el regazo de su progenitora, contenía las lágrimas. Pasos temibles resonaban en la alcoba como tambores y quebraban la seguridad, dudosa, que pudiera brindar la madera y el hierro en aquel entonces. —¡Junna! —Golpeó la puerta con intermitencia—. ¡Salgan de allí! Las manijas del relojero avanzaban despacio. El sonajero de los pesares y guardián de las horas, marcaba, en tinta negra, las seis y cuarenta. Los golpes no cesaban, el hombre no desistía en el intento por romper la puerta. —¡Maldición Junna! —aulló. —No va a entrar hija, no va entrar—repetía la madre, acariciando el cabello de su hija. Se hizo el silencio, los latidos eran como golpes de martillo en el oído. Solo un pequeño chorro de luz mortecino de ofrecía penumbra, venía de un resquicio en las persianas. La joven hundió su rostro en el regazo, no se atrevía a mirar cuando la puerta se partiera. Ríos de lágrimas fluían en las montañas que, alguna vez, labios paternos llegaron a rodear de amor. —¡Una hembra! —recordó la voz de su padre durante una cena familia. Estaba recordando cuando vio a su hija recién nacida—. Deseaba tanto una hija. Por dentro, a ella le costaba imaginar un padre amoroso, amable y abnegado. Evocó la brisa en los lagos y las palabras que el viento se llevó. Unas aves desplegaban sus alas para continuar el vuelo onírico hacia el horizonte cárdeno, por donde se escondía el sol. La luna se abría paso entre las estrellas que danzaban alrededor. Inmersos en la sinfonía efímera de los vientos norteños, el follaje no dejaba de acompasar con el soplido natural. Ella caía en los días de pesca y paseos en el bosque, padre e hija disfrutaban largos momentos a solas de goce y alegría. No eran los columpios del parque, ni la noria como un titán en las fauces nocturnas, tampoco el primer paso a la flor juvenil, mucho menos las navidades entregadas al júbilo y bienestar de agradecer cuánto tenían. Atisbó, entre los yacimientos del cementerio, la viles adicciones de sexo y humo que devastó su vida a los dieciocho años. Eentonces, el reloj marcaba las seis y cincuenta. Cuando un nuevo golpe, horrísono, como aquel momento de su infancia en el que se cayó de la bicicleta y las manos celestiales del etéreo paterno acudieron para aliviar sus chillidos. Pero aquella noche las manos no iban a aliviar sus chillidos. Espabilada, abrazó de nuevo con fuerza a su madre, quien dio un leve respingo y rodeó a la joven con brazos protectores. La puerta temblaba. Tam, tam, era el sonido entre los ecos de sus gimoteos. Esta vez cerró los ojos. Deseaba que no existiera ese momento. Marcaba, el reloj, entonces, las seis y cincuenta y cinco. Las astillas empezaban a caer en el suelo. Ella se aferraba al pecho de su madre, escaló con sus dedos, pálidos por el terror, el cuerpo de su madre hasta atenazar los hombros de su guardiana. La puerta mostraba una grieta. Tam, tam, el sonido reverberaba en sus oídos. Tam, tam, el quebrar de la madera se unió al sonsonete infernal de los latidos acelerados. Una fisura permitió la entrada de un tenue rayo de luz. —¡No nos hagas daño! —gritó la mujer, abrazaba a su hija. La puerta cedió al último golpe. Apareció una figura corpulenta que entró en la habitación. Se bamboleaba con una petaca en la mano izquierda y se la llevó a los labios para saborear la ginebra. —¡No nos lastimes por favor! —suplicó la mujer, sus lágrimas reflejaban la luz del pasillo. —Parecen cucarachas —dijo el hombre entre dientes, trataba de mantener el equilibrio. —Ella es tu hija, no le harías daño a tu hija —rogó la mujer, luego contrae el rostro bañado en lágrimas y negó con la cabeza—. No le harías daño a tu conejilla. —Acaricia a la joven. —¡Maldición Junna! —gritó el hombre, de nuevo. Se abalanzó contra la mujer y tiró la petaca a la cama de la joven. Los brazos macizos separaron a la joven de su madre. Ella respondía con lamentos: «No le hagas daño, no le hagas daño». La joven trató de volver al cuerpo de su madre, pero las garras del alcohol la detuvieron en el acto. —¡Madre! —gritó la joven. Sus brazos robustos la suspendieron en el aire, ya que el padre tomó a su hija como si fuera un contrincante de lucha libre. Sus dedos ásperos casi rasgaban la camisa de ella. Cuando el padre la lanza, la joven fue a impactar a la cama, por suerte, su cabeza no golpeó contra la pared. Alzó un puño en el aire y la madre musitaba: «No le hagas daño, no le hagas daño». La mujer, adolorida, clavaba la mirada al suelo y el puñetazo zumbó en el aire. —¡Padre, detente! —gritaba la joven, abrazando una almohada. La madre estaba deplomada en el suelo, trataba de levantarse. La joven se levantó, pero el mundo giraba de improviso. Trastabilló, pero el mundo continuaba girando, debía salvar a su madre de los golpes de un padre furibundo. La joven corrió, con esfuerzo, a socorrer a su madre. Sin embargo, el hombre tomó por los hombros a la joven y este gesto frenó la carrera: ella estaba mareada y con los ojos en blanco. La joven olió el miedo con aliento a ginebra, pero no pudo ver los ojos paternos que parecían platos redondos con un punto de chocolate en el medio. La finura roja de las venas que poblaban las zonas blancas del ojo. No obstante, por sus narinas penetró el aroma del sudor: la fragancia de cólera y frustración. —No me hagas daño —suplicó la joven, estaba apunto de desfallecer. El hombre negó con la cabeza, parecía no entender nada, su mirada hablaba: «Estoy perdido, no sé qué estoy haciendo». La barba poblada y cabellos tullidos, que brillaban por la grasa, formaban parte de un rostro demacrado donde antes existió un semblante de padre. Algo extraño ocurría, el reloj marcaba las seis y cincuenta y nueve, faltaban segundos para las siete, pero algo extraño ocurría con la mano del segundero. Una jaqueca repentina comenzó a fastidiar a la joven. Ella llevó una mano a la sien. —Juliet —susurró el hombre. Su hija luchaba por incorporarse. Los cuatro dedos del hombre, tomaron la temperatura de la frente de Juliet, que sudaba frío y se sentía ligera como si no tuviera órganos. Su visión se tornó borrosa en los últimos segundos. Después, una capa negra cubrió su vista. Por último, Juliet, se desmaya. —¡Juliet! —El padre zarandeó el cuerpo desmadejado de su hija—. ¡Juliet, despierta! —imploró el hombre. El reloj marcó las siete de la noche.

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