Capítulo 2

2055 Palabras
Algo despertaba, no solo en su conciencia, también en los sentidos. Combatiendo el letargo, movía la cabeza, de lado a lado, con suma suavidad. Quería entender lo que sentía alrededor, pero parecía tener los párpados pegados. Una cálida paz fluía de pies a cabeza. Sus nervios estaban adormecidos y su mente estaba en blanco. Respiraba, corto y pausado. Escuchaba, o eso trataba de hacer, un río que parecía sonar a la distancia, pero no era el sonido del correr del agua, aunque se asemejaba mucho. Le costaba describir las curiosas notas del líquido, arrugaba la cara por la ignota providencia del ruido. Era como si caballos galoparan y se mezclara con el pulular de pasos lentos y azarosos; además, se combinaba, que era lo que predominaba en la mezcla sonora, el sonido del agua que atravesaba las rocas de un acantilado. Esta era la imagen que Juliet tenía en su cabeza respecto a los sonidos. Percibió, entre los sentidos despiertos, la pesadez de su cuerpo. Una presión desconocida la mantiene en el suelo. Forzó el movimiento de los músculos en un intento por incorporarse, pero ni un dedo logró mover. Deseaba conocer la hora, el día, fecha y año, pero no recordaba lo sucedido. Veía en el proyector de la mente, el rostro de un hombre lleno de dolor y angustia. También recordó el mareo y la jaqueca. —¿Quién soy? —preguntó—. ¿Dónde estoy? No puedo hablar del tiempo querido lector, como comprenderás: este mundo era inexplicable. Puedo decir, tal vez, que Juliet duró unos segundos o días acostada. Quizá no estaba muerta o pudo haber muerto cuando se desmayó, pero ni yo conozco el misterio del lugar en el que se encontraba. Al leer mi explicación, prosigo con la narración. Ella seguía acostada en la hierba, soñó con el jardín botánico de su madre. «Sería Hermoso despertar entre girasoles, petunias, romero, hierbabuena, jazmín, amapolas y rosas. ¡Sin olvidar el aroma lavanda que tanto amo!», pensó. No sabría cómo, pero así fue lo que sucedió. Cuando extendió los párpados, lentamente, vio una pantalla blanca y acuosa la cual llamó «cielo». Ladeó la cabeza un poco, porque había un gran cerco gótico que daba entrada a un extenso jardín y, en ese jardín, reconoció las hierbas y flores que nombró en pensamientos. De soslayo llamó «suelo» a la hierba. Recuperó el movimiento, ya que la presión aflojaba el efecto de gravedad. Mediante el tacto, sentía los pequeños hilillos que desprendía el suelo verde. Movía los pies, los cuales estaban libres de calcetines. La corriente de aire tocaba la piel curva del espacio de separación entre sus dedos, esto causaba cosquillas. Despacio, recuperaba fuerzas para intentar incorporarse, era irresistible el aroma de las plantas. —El jardín, debo ir al jardín —decía ella en voz baja—. ¿Quién soy? Impulsada por el deseo de entrar en el jardín, ignoró su entorno. Y es que para sorpresa de quienes imaginan esto como un paraíso, no lo es, dado que, Juliet, estaba en un pedazo de tierra que flotaba en un abismo. De manera que el fondo era un vacío oscuro y frío donde no había suelo. El horizonte dividía el blanco y el n***o, pero la línea no la cortaba, en cambio, se difuminaba. Esto causaba que el abismo n***o se fusionara con el cielo blanco y, por consiguiente, pareciera, más bien, una escala de grises. Abajo n***o, arriba blanco y en el medio solo existía el gris. Entró al jardín, como si fuera una niña que descrube el mundo, cegada por la inocencia y encantada con el aroma. Pisó la tierra, sin piedras, del camino. Observó un sendero hecho por insectos. Los escarabajos transitaban de un lado a otro. De las llanuras del pensamiento de Juliet, nació un estanque entre los matorrales. El extraño entorno parecía cumplir con los designios de Juliet. Florecían, en las masetas y matorrales, margaritas, hibiscos, geranios, verbena, claveles y petunias. Conforme Juliet avanzaba, un río se conectó con un estanque, y paredes de tierra se alzaron de izquierda a derecha. Entonces de ellas surgieron dalias, cannas y gerberas. Miró alrededor, una mariposa volaba y una abeja polinizaba un girasol. No podía dejar de oler tan hermosas flores. Su rostro sonrió al ver las hormigas del sendero y un pequeña cascada al final del camino. «¡Es un jardín magnífico, tal cómo lo soñaría madre!», pensó. Emitió un rezongo y frunció el ceño, luego se llevó una mano al estómago. Fugaz fue el pensamiento, como una estrella que se apaga en la noche y cae hacia la tierra. Apresuró el paso hacia un estanque, reconoció su rostro deformado por la corriente. Acarició los labios de una chica con nombre, después recorrió los dedos en los cachetes pecosos. —Juliet —musitó—. Soy Juliet. Entonces, el suelo tembló. Donde estaba la cascada, se originó un prado neblinoso y nevado. Todo lo que se pudiera conocer como infinito, era ahora una zona invernal con neblina. El abismo dejó de existir y en su lugar aparecieron montañas. Juliet ya no estaba sobre un pedazo de tierra flotante. La cacofonía era más intensa. Relinches, repiqueteos de espadas y palabras ininteligibles se sumaban a la mezcla de sonidos. El sismo culminó cuando un rugido metálico, de alguna criatura desconocida, hizo eco en la atmósfera. Regresó la presión de la gravedad del inicio, pero no era tan fuerte. Sin embargo, Juliet caminaba arqueando la espalda como si fuera una anciana con un bastón. —Soy Juliet —repitió. Tomó el camino dibujado por los insectos. Entonces pisó la nieve, pero no produjo frío y esto, a Juliet, le pareció raro. No sentir algo tan común como el frío, preocupaba. La ventisca tampoco era fría, dado que mantenía el calor corporal antes de abandonar el jardín. Pero no podía dejar de abrazarse, era como una especie de consuelo ante tal sonido perturbador. Supongo que cualquiera se aterraría si despertara en un lugar así. Para sentirse segura y sin miedo, recordó las navidades con su familia, era inevitable, porque cuando la nieve caía en su mundo, salía a jugar con su hermano. —¡Esquívalo Juliet! —decía un joven de trece años, lanzando una bola de nieve. —¡No podrás darme, bobo! —respondió Juliet. No, no lo pensaba, ya que en la niebla se reproducía, en figuras opacas, los recuerdos de Juliet. La niebla era la pared blanca, y su mente el proyector. Ella lo veía, mas no lo sentía, pero en el fondo deseaba sentirlo y regresar con ellos. Quería que regresara la armonía familiar, cuando la guerra no existía y mantenían una fortuna considerable. —¡Auch! —mofó el joven al impactarle una bola de nieve. —¡Arion! —gritó una mujer. Juliet identificó la voz de su madre. —¡Hermano! —exclamó Juliet. La figura de Juliet corría hacía el chico, mientras Junna estaba examinando la frente del niño. Parecía sangrar, aunque Arion no se inmutaba, solo reía y palpaba su herida. —¡No es nada! —avisó apartando la mano de su madre—. Es solo un rasguño. —Había una piedra dentro de la bola de nieve, discúlpame hermano —dijo Juliet con tono de lamento. —No te preocupes, hermana —respondió Arion—. Se que no me harías daño intencionalmente. —Está bien, Juliet —dijo Junna al terminar de examinar la herida de Arion—. Vamos adentro Arion, te pondré un poco de hielo y serviré chocolate caliente. —Madre, no quise hacerlo —se excusó Juliet. —Por favor, Juliet, basta —culminó la madre con un gesto de mano—. Luego conversaremos con tu padre. La figura de Juliet estaba quieta en la lejanía, se difuminó al cabo de un rato. No obstante, un nuevo recuerdo azotó la ventisca. Vio un hombre y una niña sentados en el borde del puente de un lago, estaban pescando. La verdadera Juliet olvidó la presión y trató de correr para alcanzar la proyección, pero, cuando la alcanzó, se dispersó como si fuera humo. Entonces, ella comprendió que no existía tal cosa y que no había nada más que un recuerdo. También supo que solo caía nieve, había niebla y unas montañas. Vio el cielo raso de un azul marino profundo como la tonalidad del ambiente. Unos copos de nieve cayeron sobre la nariz de Juliet. «Sé que no me harías daño intencionalmente», escuchó Juliet en su mente. Alzó el rostro, sus dientes castañeaban: el calor era reemplazado por el frío. Así eran los recuerdos en el concreto donde dibujaba conejillos: cálidos en una habitación congelada. Cuando despertaba, solo estaba su presencia en la alcoba. Entendió la desaparición de dichosos momentos, pero no alcanzaba asimilar lo que su vida se había convertido. ¿No era el jardín el sueño de su madre? ¿No era el sueño de su madre, su sueño también? No podía evitar sentirse egoísta, pensó en madre, pero, a su vez, pensó en sí misma. De manera que todas las flores eran del gusto de Juliet y no la de madre. Sintió culpa. No quería incorporarse. «Esto es lo que llaman abismo, quizá estoy muerta y no me he dado cuenta que este es mi paradero y no el paraíso. Mis acciones crearon un infierno», reflexionó. ¡Ojalá fuese el abismo! Pero no lo en. Explico: el abismo es un lugar donde ni un ápice de luz entra y ni recuerdos, ni sueños, ni deseos son reflejados. Por tanto, en el abismo escuchas lamentos y te congregas a la marcha eterna de las ánimas en pena, sumergido en la oscuridad en el que habitan diversos seres sobrenaturales. Juliet no sabía nada de religión, solo lo poco que había escuchado o leído en libros. Otro recuerdo se proyectó en la niebla, seguido de la luz repentina de un relámpago. Juliet estaba entre abedules que contenían siglos incontables en el interior. Sentados en una fogata, Juliet niña, reposaba su cuerpo menudo en las piernas de su padre. Él acariciaba a su hija en silencio mientras contemplaban las llamas. Oían el crepitar de las llamas. Juliet bajaba los párpados, sentía el calor paternal. Entonces, la Juliet real se levantó, tambaleó camino al recuerdo e intentó sonreír. Se acercó a la fogata. ¡Pero ella no ansiaba el calor de las llamas de la fogata! Anhelaba el calor de un padre perdido, añorado y extrañado. Era este motivo, el calor de su padre, por lo que reunió las últimas fuerzas para caminar hacia el recuerdo, por mucho que se dispersara al llegar. Aunque quizá estuviera muerta en la vida real, sabía que estaba viva en el mundo misterioso. Una ventisca borró el recuerdo, se lo llevó a quién sabe dónde. La cacofonía aturdía el oído de Juliet. El arco se alzaba a metros y metros de altura en la distancia. La estructura estaba marcada por símbolos y runas de culturas incognoscibles. En el umbral arqueado, un vórtice, blanco y azul, abría paso a una luz ovalada en el centro. Parecía ser un portal. Del suelo emergieron unas escaleras de mármol. Los escalones estaban agrietados y poblados de maleza. Ramas secas, que era vestigio de algún arbolillo, surgían de la nieve. Pero, a la espalda de Juliet, el mundo se transformaba en un mar tormentoso. Las enredaderas rodearon, en lazos unidos como clinejas, el gran arco. Aparecieron hojas azules de los árboles secos y brillaban como luces de navidad. Las olas, furiosas, chocaban entre ellas. Cuando Juliet giró, las reminiscencias del rocío de tal enfrentamiento marino caían en su rostro. Vio sus pies y piernas, luego vientre y pecho: estaba desnuda. No entendía el cómo, pero supuso que era así desde el principio. —Un viaje sin retorno —leyó en voz alta unas letras que sobresalían en una inscripción tallada en el pasamanos de la escalera de mármol. No podía retroceder, jamás aprendió el noble arte del nado y, además, temía al agua. El sonido de las olas no le gustaba. Dio un respiro profundo y tragó saliva. Tenía frío, pero no tanto para que se le entumecieran los músculos o muriera en el intento de atravesar el arco. Contando los pasos, llegó al umbral y cerrando los ojos, atravesó el vórtice.
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