La cacofonía no se oía por ninguna parte. El cantar de las aves era sereno. Podía oírse el aleteo dulce cuando viajaban a las ramas. Las hojas de la copa de los árboles, se bañaban de la luz otoñal que confería el sol.
El follaje era espeso y la brisa animaba a remover las hojas. Motas de luz movedizas, producto del movimiento de las hojas y el sol, se podían observar en la tierra. En la banda de la naturaleza, los grillos hacían sonar sus cantos. Una manada de insectos poblaba el sitio. Mantis iban de aquí y allá, escarabajos tenían una bola marrón sobre sus cuernos, hormigas en fila transportaban comida a sus espaldas, algún que otro gusanillo era víctima de un ave rapaz. ¡Espera! No debo olvidar las abejas en las colmenas de los árboles, ya que ellas zumbaban en pos de polinizar una flor. Juliet despertaba como quién despierta de un profundo sueño acumulado por el cansancio del estrés diario.
«¿Dónde estoy? Había un arco, un mar furioso, pero, antes, había un jardín. ¡Sí!, un jardín donde crecían todas las plantas favoritas de mamá y aunque, tal vez, a madre no le gustara el romero, tampoco los hibiscos… No era el jardín de mamá; era el jardín que he soñado», pensó.
Escrutó con la mirada el entorno, sentada en posición de loto. Los sauces llorones se alzaban como un titán griego. Dejaban caer sus hojas longitudinales, verdes y llenas de vida, pero algo, a Juliet, le parecía desconcertante. También había arces de hojas naranjas y abedules de hojas amarillas. Entornó los ojos, vio que las hojas emitían luz. Había un halo mágico en el sitio, un no sé qué. Juliet, abstraída, no paraba de mirar a todos lados. No podía dejar de sentirse libre, con ganas de respirar como nunca. No había presión ni frío que le entumeciese algún músculo. No era el bosque de su infancia, pero era mejor que aquel bosque. Pensaba, realmente, que había muerto, sensación que abrumó su cabeza. Si hubiera muerto, estaría en el paraíso. Sin embargo, conjeturar su muerte no era plausible, dado que solo recuerda el mareo y la capa negra en su vista.
—Tal vez perdí la conciencia —respondió apara aligerar las inquietudes—. Ya estoy soñando… ¡Sí, eso puede ser! —dijo con entusiasmo—. Esto es un sueño: el jardín, los recuerdos, el bosque… ¡Todo es producto de mi inconsciencia!
Abandonó las inseguridades respecto al entorno. Decidió disfrutar del sueño, porque tenía en cuenta que nada de lo que pasaba en los sueños tiene sentido.
Juliet estaba en un bosque, respiraba y pensaba. Sería, su muerte, una lucidez en tal caso. Incorporándose, se dirigió a palpar el tronco de un abedul.
Pisaba la grama corta con mucha suavidad, pues temía lastimar a los seres que habitaban en el suelo. Acarició el tronco blanco con motas negras. Lo sentía real, tan real que recordó el parque nacional Rain, en Celis. Su madre en una incursión de escuela, la cual participó como guía, enseñó a Juliet a distinguir los múltiples tipos de árboles.
—Aquello es un sauce, aquel es un abedul y, indudablemente, esto —tocó un tronco castaño— es arce.
Una corriente de aire hizo mudar algunas hojas que caían despacio, como pétalos de un cerezo. Revoloteó un poco el cabello largo de Juliet, el cual llegaba hasta las caderas.
Juliet centró la vista en una mantis que descansaba en una hoja. Comprobó que esta brillaba por dentro como si tuviera un bombillo adentro. Luego vio la misma bombilla en el interior de los escarabajos y demás insectos. De su gusto, prefería a las hormigas, porque llamaba mucho la atención ver miles de lucecillas caminando en fila. Mantenía despierta la curiosidad, como una niña, por estos seres tan peculiares. No sentía miedo por despertar en un entorno desconocido.
— A madre le gustaría un sitio como este, sin duda, pero padre era amante de los bosques —dijo.
El estremecedor ruido de un movimiento de las hojas de los árboles en el suelo, turbó los pensamientos de Juliet. Viró con preocupación. Si era suficiente con denotar luces internas en los insectos, su corazón dio un vuelco cuando observó que las raíces, de los árboles, sobresalían de la tierra y se entrelazaban unas con otras, como si fueran brazos humanos. Acto seguido, empezaron a moverse produciendo un temblor, suave y no tan brusco, algo así como el que había vivido en el arco. Juliet, asustada, buscaba dónde huir, pero por más que buscara un sitio para ocultarse, no podía huir de algún tronco asesino que cayese sobre ella con estrépito. Rodeada de miles y, tal vez, millones de árboles en la distancia, tal como se encontraba, cualquier movimiento en falso supondría la muerte. Entró en razón al saber que solo había troncos de estos tres tipos de árboles a kilómetros y kilómetros hacia quién sabe dónde. Creyó que estaba en el centro de un bosque, perdida para siempre. Así que, aceptando las consecuencias, se agachó y llevó sus manos a la cabeza. Esperó lo peor. Sin embargo, no ocurrió la desgracia que esperaba. Los árboles se movían de sitio para armar un sendero junto a las hormigas y, a su vez, ellas arrancaban la hierba para limpiar el sendero. Era un tropel de hormigas, tantas como para crear un ejército cuantioso.
Un barrido que provocó el viento, ocasionó un remolino de hojas. Juliet, con el antebrazo en sus ojos, no vio el espectáculo lumínico. A pesar de estas ocurrencias, no sentía temor y su curiosidad iba en aumento. Las hormigas se multiplicaron para hacer una camino. Se escuchaban los millones de pasos sobre las hojas secas. Más y más hormigas manaban de los hormigueros como si estos fueran unos volcanes en erupción. Juliet pensó que un ave hambrienta se daría un festín entre tantas hormigas, pero pensándolo bien, ellas acabarían con el ave antes que engullera a alguna compañera. Un sauce bajó una rama enhiesta para tocar el hombro pálido de Juliet. Ella volteó con rapidez y dio un paso atrás. Su rostro expresaba miedo, pero aparentaba no estarlo. Su mente no entendía lo que ocurría, parecía ser todo un sueño. Entonces, otra rama tocó su espalda: era del mismo sauce. De pronto, acercándose al tronco del sauce, que le gustaba tocar gente, retiró las hojas lloronas. Había un número de mariposas pequeñas que, al ver a Juliet, salieron volando. La marca «J y J» tallada en el centro del tronco, hizo evocar el aroma a jazmín del perfume de su madre. Colocando una mano en las iniciales, las hojas dejaron de caer. Los árboles permanecieron quietos, de nuevo. El bosque, como por ensalmo, volvió a la calma.
—Juliet y Junna —susurró ladeando la cabeza.
Las marcas se distorsionaron para generar una escena, como una pantalla de televisión de los años 60’s. Recordaba con claridad y en el tronco lo veía en blanco y n***o. Juliet jugaba atrapar una mariposa y su madre leía, sentada, en un banco cerca de un estanque. Pero ella detuvo la lectura para dar una lección a su hija, pero, antes, tomó una mantis que estaba a su lado.
—No te gustaría que alguien como un gigante te tratara de atrapar —reprochó la voz de Junna con los brazos cruzados.
Juliet se había llevado las manos a la espalda y Junna se agachó, tenía la mano izquierda oculta en la espalda.
—La naturaleza nos debe convidar a compartir sus secretos, no perturbarlos para lastimarlos —explicó Junna—. Quiero que conozcas un amigo, quiso venir conmigo.
Mostró la mano izquierda y allí estaba una mantis. Juliet sonrió y llevó sus manos a la boca.
—Estaba investigando el comportamiento de las mantis, hasta que —dijo mirándola con curiosidad— él estaba en mi hombro sin percatarme de su presencia. Se quedó a mi lado mientras leía y bajó al banco. —Hizo una pausa corta—. Extiende tu mano.
Dicho eso, Juliet juntó ambas palmas abiertas como si formara un cuenco para beber agua.
—El decidirá estar contigo —dijo Junna.
La mantis exploró por un segundo, con sus patas, los dedos de Juliet. Produjo un cosquilleo a la niña y fue pisando las yemas de los dedos hasta llegar al centro de la mano. Entonces, Juliet miró la mantis y la mantis, desconcertada, miró a Juliet.
—No debes perseguir ni perturbar la calma de estos seres. Él decidió estar contigo. Incluso, así somos nosotros, los seres humanos —concluyó Junna.
Volviendo a la realidad, Juliet giró para ver la hoja donde estaba la mantis y confirmó que allí seguía, sin moverse. Reposaba, plácidamente, sobre la hoja sin haber sentido el suceso natural de los árboles danzantes. Juliet dirigió la mirada al sendero y comprobó que las hormigas eran excelentes maestras en construir caminos. De manera que no existía una unidad en conjunto tan poderoso e intrigante como un ejército de hormigas. Luego, acercó el rostro a la mantis y pronto pareció mover una de sus patas delanteras; levantó la cabecita hacia Juliet, ladeándola como si estuviera confundida por lo que veía.
—Me recuerdas tanto a un amigo. Y con ese amigo, mi madre me transmitió una lección en la vida —dijo Juliet—. Ustedes no son tan diferentes a nosotros.
La mantis hizo un gesto de arriba abajo, como si asintiera. Juliet se impresionó, pero ahogó la impresión, porque quería seguir pensando que todo era parte de un sueño. ¿Por qué impresionarse por una mantis que entiende el dialecto humano en un sueño?
—No seguiré perturbando tu calma amiguito, sigue descansando —aclaró Juliet.
Pareció no hacerle caso, porque, cuando Juliet se dirigió al sendero, la mantis no despegaba la vista en ella y, con las patas alzadas, trató de despedirse.
Juliet logró voltear a tiempo para mirar el gesto de la mantis. No entendió el comportamiento del insecto. Pensaba que los insectos no conocían los valores humanos. De manera que cedió a su imaginación lo que el sueño quisiera enseñarle. A veces los sueños quieren enseñarte algo. Entonces, Juliet emprendió el camino del sendero. ¿Hacia dónde conducía? Ni ella lo sabía. Los árboles estaban apilados como hombres en fila, de lado a lado, en el camino. Se asemejaban a una reja, pero con aspecto rústico. Una vez que contó dos mil pasos, volteó: el claro, donde despertó, había desaparecido. Tragó saliva, no por la inquietud del claro desvanecido, sino por la angustia de avanzar y que el camino de regreso se borrara. Cuando el camino se borraba, era reemplazado por unos árboles que nacían ante los ojos atónitos de Juliet.
No había manera de regresar. «Un viaje sin retorno», recordó las palabras inscritas en el arco. Sacudió la cabeza para disipar las preocupaciones. En su fuero interno esperaba una señal del largo sendero. Notó que el camino serpenteaba. En ocasiones debía saltar una escarpada. Cuando veía un descenso, tenía que bajar con cuidado. En un buen trecho recorrido, un recuerdo turbio asaltó su memoria: la imagen de un pedazo de tierra que flotaba en el vacío. Quizá fuera una etapa de amnesia, pero Juliet no estaba segura.
Había contado cinco mil pasos y, de improviso, se detuvo. Un arco hecho con ramas tortuosas, auguraban la salida hacia un sitio desconocido. Hizo sombra con la mano, trató de identificar lo que había allende de la salida. Pero no alcanzó ver nada más que una radiante luz que hacía doler sus ojos. Oyó el leve fluir de un río. Caminó hasta la salida. A medida que se acercaba, la luz se esparcía en partículas blancas como si fueran luciérnagas. Entonces vislumbró el río cristalino; sin embargo, algo detuvo su paso. Antes de pisar la arena, vio que no era arena común. Parecía fina y era de color amarillo, pero atenuado como si fuera crema. Las piedras, como las hojas, brillaban como el sol ubicado en el cenit del cielo. Los árboles, al otro lado del río, eran pinos, magnolias y piceas. Las hojas de los pinos, eran lilas; las magnolias tenían hojas azules; y los piceas tenían hojas de colores que variaban entre el púrpura, rojo y rosa.
Un puente de madera, improvisado por su elaboración manual, era poco confiable, pues estaba atado con clavos en el suelo. Las barandas de cuerda, hechos de maleza, se mecían con el imperceptible silbido del viento. Juliet no tardó en advertir dos piedras grises y perfectamente redondas. En ellas reposaban dos cangrejos de río, uno blanco y uno n***o, que se miraban de frente. Luego de pisar la arena, vio de izquierda a derecha. El infinito, en ambos sentidos, era el escenario: no había horizonte. Juliet concluyó que el puente era único. Acercó un poco su cuerpo al agua y cientos de peces Koi, de color magenta y manchas negras, viajaban impulsados por la corriente. En lugar de mantener la luz en sus cuerpos como los insectos del bosque, la luz de los peces titilaba. El armazón de los cangrejos relumbraban en blanco, con una mancha oscura y redonda en el centro. Luego, las pinzas de ambos seres se juntaron. Juliet no comprendió el extraño comportamiento de estos seres.
El viento sonó con fuerza, como un rugido cavernario. Juliet cayó de espaldas en la arena. El trino de las aves, desesperadas, se unían al sonido de la profusión de hojas arrastradas por el vendaval. Un silbido espectral hizo eco en la zona. Los árboles bailaban, de izquierda a derecha. Al otro lado del río, los ancestros naturales se hicieron a un lado para crear un espacio recto: solo había una dirección disponible. Un nuevo arco se formó por las ramas de estos árboles, y un azulejo descansaba en la arena, parecía esperar a Juliet. Cuando el evento culminó y la calma regresó, Juliet ya estaba de pie. Veía la nueva entrada y al azulejo. No recordaba dónde lo había visto, dado que creía haberlo visto alguna vez.
—Río, puente, peces y cangrejos de río… ¡Es un sueño extraño! —Hizo una pausa, contemplando el puente—. Recuerdo un puente parecido, era una noticia en el periódico. Una adolescente murió cuando, en un día de tormenta, la soga se rompió. Había procurado balancearse en la soga para ir al otro lado del arroyo. Esas cosas pasan en el mundo, en mayor o menor medida. Esta maleza —dijo poniendo un pie en el primer tablón de madera del puente. Crujió—, es la misma que ella había usado para cruzar. ¡Qué lástima!
Centró su atención en el ave. Este dio unos pequeños saltos y piaba. Juliet, atraída por un insondable magnetismo, cruzó el puente. Una vez que llegó al otro lado, dos figuras de agua emergieron del río.
—Hoy es un día espléndido Juliet —dijo una voz masculina, clara, gruesa y jovial—. Debemos… ¿Qué ha sido eso?
—Parece un ave, padre. También lo escucho y es un lamento, es por allá —dijo la voz de una niña.
—Dejemos las cañas junto a la hielera. ¡Vamos! —convidó la voz masculina.
—Padre —susurró Juliet.
La voces venían de las figuras de agua.
Las figuras de agua se convirtieron en dos gotas deformadas que flotaban en el aire. Emitieron un sonido metálico, de esos que pueden escucharse en un abismo marino. La gotas adquirieron formas corpóreas y representaban una nueva escena Esta vez Juliet, niña, estaba agachada. En las manos del padre, parecía haber un ave.
—Es un azulejo —afirmó la voz masculina.
—¡Cómo la historia de los hermanos azulejos y está herido! —replicó la niña, asustada.
—No te preocupes. Solo es una leyenda. Es probable que intentó abandonar el nido a temprana edad, pero cayó al no saber volar.
—El debe volar padre, necesita regresar con su familia —aclaró la niña.
—Tiene el ala derecha rota. Deberíamos llevarlo con tu madre, ella sabrá que hacer —sugirió.
—Mami curará sus alas y el pobre volverá a volar —dijo la niña
—Eso espero.
Cuando las formas de agua fueron succionadas por el río, una lágrima recorría su mejilla derecha. El ave piaba frente a ella.
«Hay quienes nacen para volar y quienes nacen para caer. Cuando nos estrellamos contra el suelo y fracturamos nuestras alas, es imposible volver a volar. Intenté todo lo posible, Juliet. No tienes porqué llorar, estará en un lugar mejor. Pudo haber tenido un cruel final si no fuera por ustedes», la voz de su madre susurraba en un rincón de su mente.
—Eres tú —susurró Juliet—. Aquel ave que intentamos rescatar en el bosque cercano a Nustredam.
El ave aleteó, cantó y, volando, describió un círculo en el aire; planeaba con el encanto de una gaviota. Acto seguido, el azulejo se adentró en el bosque. Juliet lo siguió. Entonces dejó de oír el sonido del agua. Ahora escuchaba mejor el silbido espectral, que no había dejado de sonar en ningún momento. Por extraño que pareciera, no había viento. Era como si el tiempo se hubiera pausado. Alcanzó a ver árboles y más árboles. El fondo era solo millones de árboles que no se acercaban y se mantenían a distancia. El ave no había detenido su vuelo y seguía en la corriente, inexistente, de aire como un especie de guía que conduce a un turista por parajes misteriosos de una ciudad. Luego de contar dos mil pasos, el bramido de una cascada calmó los latidos ansiosos del corazón de Juliet. El fondo de árboles se desvanecía, conforme avanzaba, y una luz estival indicaba un final. Parando el vuelo, el ave se puso en el arco de salida.
Cuando Juliet cruzó el arco, un resplandor la cegó. Pero a medida que sus ojos se acostumbraban a la luz, contempló con asombro lo que no podía creer que existiera. Una pagoda de cinco cubos, enhiesta, era el centro de atención del lugar. Una cascada semicircular enviaba agua hacia el cielo. Alrededor de la pagoda se extendía un lago. Cardenales, mochuelos, guacamayas, flamencos y tucanes sobrevolaban el turbio lago hasta situarse en los islotes contiguos a la pagoda. Linternas de piedra, como dos guardianes, estaban colocada a los costados de la escalera que asciende hacia la puerta de hierro de la pagoda. Habían roca grises y perfectamente ovaladas en el centro de la tierra. Incluso, trazaban un círculo derredor de los estanques. En las paredes de la pagoda, se veían runas similares al arco del segundo capítulo. Inscritas en la arena, habían señales, pero Juliet no decodificaba su significado. Los cubos, de la pagoda, eran de distintos colores y emulaban un arcoíris. Combinaba con el rocío de la cascada que refractaba la luz del sol y desplegaba un arcoíris. En las zonas aledañas de la pagoda, estaban las flores y plantas que Juliet había visto en el jardín.
Ella respiró hondo, la sinfonía natural era inigualable y una paz perpetua mantenía la calma en el sitio. Provocaba dormir y vivir para siempre en aquel lugar. No percibía que algo malo pudiera pasar.
Cerró los ojos y disfrutó de la calma, luego los abrió. Los árboles del bosque surgieron de la tierra y rodeaban la pagoda. Eran unos ocho árboles en total. Cuando pisó la arena, sintió como miles de agujas le hacían cosquillas. Reía relajada y con los músculos flojos.
El azulejo había volado hasta uno de los islotes para juntarse con su especie. Caminó hasta la estructura ovalada y, al dar un paso a dos metros de distancia de las piedras, una onda de luz azul se esparció por todo el lugar. Sucesivamente, la misma luz azul salió expelida de cada cubo de la pagoda. Luego que llegó hasta la cima, un estallido de luces esbozó un diente de león: verde, azul, rojo, amarillo, naranja y magenta. Juliet había llevado una mano hasta el rostro, se cubría de las chispas que parecían confetis y caían despacio.
—No —dijo una voz, femenina, celestial, clara y maravillosa que retumbó en el sitio.
Como una autómata, Juliet enfiló sus pasos hacia la puerta de la pagoda y esta se abría, lentamente, mientras caminaba. El chirrido de las bisagras no molestó el oído de Juliet. Subió las escaleras. Cuando pisaba un escalón, sus huellas quedaban marcadas por un color lumínico, después, pasado un rato, se dispersaban.