Muerte

1611 Palabras
Tres meses atrás… Recibí una llamada a las tres de la madrugada. No entendí muy bien lo que escuché. No supe si fue por el sueño… o porque, en el fondo, una parte de mí se aferraba a la idea de que todo era una pesadilla. La mano me tembló. El móvil se resbaló de mis dedos. El aire se evaporó de mi cuerpo. Mis ojos se quedaron abiertos, pero no pude enfocar la vista. El corazón se detuvo, el tiempo colapsó. Levité fuera de mi piel, de mi carne, que se enfrió como si el invierno se hubiese filtrado entre mis huesos. El mundo se empequeñeció, y luego se fragmentó. Un nubarrón n***o y espeso me envolvió. Y al siguiente parpadeo… estaba en el hospital. Con los ojos desenfocados, las lágrimas empapando mis mejillas, y el corazón hecho una masa sangrante. Me aferré al brazo de una enfermera, necesitaba respuestas, necesitaba una mentira piadosa. Pero ella giró el rostro con frialdad, zafándose de mi agarre. Repelió mi súplica como si fuera una plaga. No… no podía ser real. Me negué a creerlo. Era un error, un malentendido que se aclararía al llegar al hospital. Mi madre estaría allí, esperando, quizás con un vendaje, quizás con una expresión cansada. Pero viva. Tenía que estar viva. ―Señorita, compórtese, por favor ―siseó la enfermera con disgusto. Su ceño fruncido se arrugó aún más al verme de arriba abajo. Seguí la dirección de su mirada. Mi pijama de dos piezas parecía una broma cruel: shorts arcoíris y una camiseta de tirantes con nubes sonrientes. Descalza. Despeinada. ¿Qué importaba cómo me veía? Mi cerebro no entendió su rechazo. Mi alma no tenía espacio para el pudor. ―Por favor… dígame que hubo un error ―rogué, sin importar cuán arrugada estaba su boca al escucharme. ―Se lo he dicho tres veces. No fue un error. Lo siento, pero es la verdad. Y entre más rápido lo entienda, mejor será para usted ―sentenció con una frialdad brutal antes de girarse y desaparecer por el pasillo brillante, como si yo no existiera. Mis manos cayeron a los lados. Las lágrimas no salieron. Se estancaron en mis cuencas. Me hundí en un pozo oscuro y mudo. Miré mis pies: sucios, ensangrentados. Había una cortada en uno de los dedos, probablemente al correr descalza por la calle. Mis piernas estaban salpicadas de lodo seco. Ni siquiera podía recordar cómo había llegado hasta ahí. ¿Era real? Sí. Era tan real que dolía respirar. El mundo siguió su marcha, aunque yo ya no pudiera sentir el calor del sol. Mi madre… había muerto. …. No supe cómo mis pies y mi mente se pusieron de acuerdo para llevarme a su lado. A la habitación donde descansaba… el cuerpo de la mujer que me dio la vida. Parecía tranquila. Tan quieta. Tanto… que no la reconocí al principio. Su piel estaba pálida. Sus párpados, cerrados. Su boca, sellada. Había rasguños en su rostro, marcas en sus brazos. No pude mirar más abajo. No quise ver su pecho. No quise imaginar cómo la había destrozado aquella camioneta de lujo, manejada por un imbécil borracho. No pregunté si sufrió. Si murió al instante. Si… No. Le acaricié el cabello. Aún tenía ese tono oscuro que heredé de ella, aunque las canas ya se abrían paso por sus sienes, como hilos de plata que odiaba pero nunca se quiso teñir. “Son cicatrices del tiempo, Niki”, solía decir. La besé en la frente. Le prometí en silencio que cuidaría de Andrea, que protegería su legado, que me haría fuerte. Aunque ya no sabía si era capaz siquiera de sostenerme en pie. Arrastré los pies fuera de la habitación, calzando unos zapatos prestados que una enfermera me había ofrecido. Me quedaban apretados. La sangre de la herida formó dos manchas en la tela blanca. No sentí dolor. No sentí nada. En la sala de espera, tía Margaret me esperaba sentada, con los ojos húmedos y un pañuelo en la mano. A su lado, mi hermana pequeña se aferraba a su mochila con fuerza. Andrea. Ella no entendía del todo. Tenía la mirada perdida y los labios entreabiertos, como si esperara que mamá saliera en cualquier momento por la puerta. Inspiré hondo. Reuní lo que quedaba de mí y avancé hacia ellas. Mi tía me abrazó sin decir palabra. El pañuelo quedó empapado entre nuestros pechos. Sentí sus hombros temblar y su perfume a lavanda me invadió. Andrea me miró como si pudiera devolverle a mamá, como si yo tuviera todas las respuestas. No tenía ninguna. Pero debía ser fuerte. Ya no tenía opción. Negué con la cabeza cuando tía Margaret se puso de pie y tomó la mano de Andrea. ―¿La viste, Niki? ―preguntó con la voz temblorosa y más grave de lo normal. Asentí. Al alzar la vista, me encontré con los ojos vacíos de mi hermana, que me registraron apenas un instante antes de volver a jugar con su muñeca, como si nada importara, como si la muerte de mamá no significara nada para ella. ―Se lo dije, pero… ―Tía Margaret suspiró, con una tristeza inmensa encajada en el rostro―. No creo que lo entienda, cariño. Tenía razón. Andrea jamás lo entendería. Su mundo era distinto, más simple… más cruel en ciertos aspectos, pero también más indulgente con la muerte. Quizá su discapacidad era, en ese momento, una bendición. Tal vez así sufriría menos. Tal vez así, el tiempo no sería tan pesado sobre sus hombros. Le peiné el cabello con suavidad y le sonreí por un instante, agradecida de que al menos una de las dos pudiera seguir su vida como si nada hubiese cambiado. Aunque supiera, en lo más profundo, que todo había cambiado. Andrea jamás hablaría. Jamás crecería realmente. Su desarrollo estaba estancado en esa dulce y frágil infancia, pese a que su cuerpo decía que tenía doce años. Ella seguía siendo una niña… para siempre. Y ahora, era lo único que tenía. … Después del funeral y de organizar las primeras cosas, tía Margaret se llevó a Andrea a su casa. Yo me quedé un par de días más, sola, en la que fue mi casa. La casa donde crecí. La casa que… estaba a punto de perder. Nunca supe por qué mamá había salido tan temprano esa mañana de sábado, ni qué hacía cargando tanta ropa sobre los hombros que ni siquiera pudo ver la camioneta que la embistió. No lo supe… hasta que vi la carta del banco. Hasta que entendí que iban a embargar la casa. Mi casa. ¿Cómo era posible? Siempre creí que mamá tenía todo bajo control. Siempre pensé que era invencible. Que, como toda madre mágica, sabía conjugar deudas con milagros. Pero no. Mamá no era un mito. Era una mujer real. Y la realidad la desgarró. Fue entonces cuando lo comprendí: para pagarme la universidad, hipotecó la casa. Nuestro hogar. Ella me lo ocultó. Me mintió diciéndome que tenía ahorros. Me dijo que yo era su orgullo, que debía seguir estudiando. Que con mis notas sería un desperdicio rendirse. Le creí. Yo también me mentí. Viví dos años en la universidad creyendo que lo tenía “controlado”. Me esforzaba, sí, trabajaba medio tiempo. Pero jamás me detuve a pensar en todo lo que mamá estaba sacrificando mientras yo dormía en una residencia, mientras comía en la cafetería sin pensar demasiado en el dinero. Mientras yo vivía, mamá se estaba muriendo lentamente. Tenía dos trabajos mal pagados. Casi no dormía. Casi no comía. Y cuando la vi en el ataúd, lo entendí todo. Su piel estaba reseca. Sus labios agrietados. Su cuerpo demasiado delgado. Sus ojos, apagados en las fotos que encontré en su celular. Ella se desgastó por nosotras. Y yo no lo vi. … Acepté las condiciones del banco para rematar la casa. No podía mantenerla. Ni aunque trabajara el doble o el triple. Necesitaba que lo poco que quedara sirviera para Andrea, para pagar su escuela especial, para darle a tía Margaret lo necesario para no cargar con esa responsabilidad completamente sola. Una tarde, mientras tomábamos café, le planteé la posibilidad de llevarme a Andrea conmigo. ―No te preocupes por nosotras, Niki. Vamos a estar bien ―aseguró tía Margaret, envolviendo mis manos entre las suyas, cálidas, pero temblorosas. ―Quiero ayudarte, tía. No puedo permitir que cargues con todo. Mi voz sonó débil, agotada. Tía Margaret sonrió con ternura. ―Cariño… Andrea está acostumbrada a estar conmigo. Aquí en el pueblo, la gente la quiere. Todos saben cómo es. La entienden. En la ciudad… todo sería más difícil. Solo sería una carga para ti. Y sé que no lo quieres escuchar, pero es la verdad. Quise protestar. Pero tenía razón. ―Entonces déjame ayudarte. Puedo enviarte dinero, puedo cubrir sus estudios, sus terapias… Ella asintió, con un brillo de alivio en los ojos. ―Está bien, si lo haces porque lo deseas. No porque sientas que es tu obligación. Suspiré. Una parte de mí ya lo sabía: había heredado el lugar de mi madre, aunque no tuviera su fuerza, ni su temple. Ese día, sin saberlo, me puse su piel. Me puse la carga sobre los hombros. Pensé que podría con todo. Que encontraría un trabajo mejor. Que me organizaría. Que seguiría estudiando mientras sostenía a Andrea, a la tía, y a mí misma. No sabía lo que estaba por venir. No sabía lo que el hambre hace. Lo que el miedo destruye. Ni lo que el deseo… es capaz de despertar en medio de la desesperación.
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