Todo perdido

1176 Palabras
Nunca imaginé que todo se fuera a la mierda tan rápido. La muerte de mamá no solo me quitó el suelo, me arrancó la piel y me lanzó al vacío. Ni siquiera lo vi venir. No hasta que caí en un agujero oscuro, sucio y nauseabundo, donde la desesperación apresó mi corazón y no lo dejó escapar. Las primeras semanas, incluso con lo que recibí como “compensación” por la venta de la casa, solo alcancé a pagar lo básico: la escuela especial de Andrea, un par de recibos, un poco de comida. La mayoría del dinero se esfumó en pocos días. Y pronto, ya no quedaba nada. Mi tía Margaret hacía lo posible, pero yo sabía que no era suficiente. Andrea necesitaba cuidados específicos, terapias, seguimiento. Y eso costaba. Mucho. Como si no fuera suficiente, el desastre se multiplicó. En la universidad me cobraron recargos por cada examen que no presenté. Ninguno de los profesores tuvo la decencia de considerar lo que había pasado. “Las fechas están cerradas”, decían. “Las políticas son claras”. Políticas que no entienden del duelo. En mi trabajo, ni siquiera me dejaron explicarme. Volví demasiado tarde, después del entierro, y para entonces ya habían empaquetado mis cosas. Una compañera me contó que las encontraron en la basura. El gerente no me dio la cara. Solo dijo que “abandoné el puesto”. Sin liquidación. Sin el pago de los días trabajados. Sin nada. Todo se esfumó. Todo. Me quedé sola. Con veinte años, una mochila con ropa gastada y una herida abierta en el pecho. Salí a buscar trabajo. De lo que fuera. Entregué currículos en panaderías, farmacias, tiendas de ropa, incluso en lugares donde no había letreros de “se solicita personal”. Mentí en más de una solicitud. Perdí la pena. Y, después, también perdí la esperanza. Los primeros días me convencí de que lo tomaría con calma. Me repetía que encontraría algo, que era cuestión de paciencia. Mientras, me conformaba con una comida al día. “Al menos así bajo de peso”, me decía con sarcasmo. El hambre era un cuchillo que raspaba lentamente mis entrañas. Pero peor que eso era el silencio. Las noches sin dormir, los ojos hinchados de tanto llorar, y el vacío de no escuchar más la voz de mamá preguntándome por Andrea. Nunca me contó lo mal que estaba. Nunca me dijo lo difícil que era pagarme la universidad. Y yo fui una maldita ignorante. No vi sus ojeras. No leí entre líneas. No supe… no quise saber. Cuánto me arrepentí de no haber sido mejor hija. Una noche volví a casa después de andar todo el día bajo el sol, con la piel enrojecida, los pies palpitantes, y la boca seca. No había comido. Ni siquiera tenía monedas para una botella de agua. Y allí estaba él. El casero. Parado frente a mi puerta, con los brazos cruzados, esperando. Mi corazón se volcó. La sangre huyó de mi rostro. Me escondí de forma automática. Me pegué a la pared, temblando, con la espalda contra un pilar en el pasillo. No tenía dinero para la renta. Lo poco que me quedaba lo había enviado a tía Margaret para que Andrea pudiera ir al museo con su clase. Ese dinero era suyo. No podía quedármelo. Mis pupilas se quedaron fijas en un punto lejano. Me di cuenta, en ese momento, de lo bajo que había caído. Yo no era mamá. No tenía su fortaleza. No tenía su capacidad de resolverlo todo. Ni siquiera tenía una maldita moneda. Me quedé allí, escondida, mientras el casero resoplaba y maldecía en voz baja. Finalmente, se fue. Subió a su departamento dando pisadas fuertes, como si quisiera asegurarse de que escuchara su frustración. Pero yo no podía escuchar nada. El zumbido en mi cabeza era ensordecedor. Me derrumbé contra el pilar. Las rodillas me fallaron. Me cubrí el rostro con las manos, y lloré. Lloré sin lágrimas. Lloré con la garganta cerrada y los labios secos. Lloré porque ya no tenía nada. Ni comida. Ni futuro. Ni dignidad. Y sabía que pronto tampoco tendría un techo. Sabía que no podría pagar la escuela de Andrea. Ni ayudar a tía Margaret. Ni continuar con la universidad. En poco más de un mes, destruí todo por lo que mamá había dado la vida. Y aun así, tenía hambre. Tenía tanta hambre… Que el agujero bajo mis pies se abrió. Y caí. Más y más profundo. Sus sombras me jalaron con manos afiladas. Me arañaron el alma. Y yo no pude luchar. … El despertador sonó. El sol entró por la ventana. Mi estómago rugió, mi cabeza latía como un tambor bajo presión. Días atrás había programado esa alarma. Una rutina. Buscar trabajo. Ir a clases. ¿Pero para qué? Debía la renta. No tenía comida. La escuela de Andrea estaba por vencer. Tía Margaret necesitaría más dinero. ¿Y yo? ¿Qué podía ofrecer? Miré el techo. Odiaba ese cielo falso. Vivía en un cuchitril con una cama que era sofá, escritorio y mesa al mismo tiempo. Una hornilla. Una ventana que daba a una pared gris. Aun así, soñé con poner cortinas. Con que el viento moviera la tela blanca y ligera. Ilusiones tontas. Vivía allí desde hacía dos años. Al principio fue ideal: barato, cerca de la universidad. Me dije que pronto me mudaría a algo mejor. Que trabajaría, estudiaría, crecería. Mamá me apoyaba. Yo soñaba. Qué ingenua fui. Ya nada de eso tenía sentido. Mis esperanzas se fueron con mamá, se sellaron cuando su ataúd tocó el fondo de la tierra. No quería abrir los ojos. No quería enfrentar el amanecer. La alarma volvió a sonar. El pitido golpeó mi cráneo como una verdad amarga: todo era en vano. Salir a las calles. Oler comida que no podía comprar. Rogar por empleos donde nadie te mira a los ojos. Ir a clases donde los demás hablaban de vacaciones, fiestas y entregas costosas. Fingir que podía con todo cuando no podía con nada. ¿Para qué? El dolor me asfixiaba. Las personas me miraban como a un desecho humano. Y entonces, una voz se abrió paso en mi mente: “¿Y vas a desperdiciar el esfuerzo de mamá?” Ese susurro fue un cuchillo. Mamá trabajó hasta morir. Se rompió el cuerpo por Andrea, por mí. Su piel, antes suave, se volvió áspera. Sus ojos dejaron de brillar. Su voz dejó de sonar… pero jamás dejó de luchar. Yo no podía ser menos. Me incorporé en la cama. Los huesos me crujieron. El hambre dolía. Pero me levanté. Me duché. Me vestí. Me peiné. Me puse los zapatos rotos que una vez amé. Volvería a la universidad. Buscaría trabajo. Aunque tuviera que arrastrarme. Aunque tuviera que llorar mientras lo hacía. No iba a dejar que el hoyo n***o me tragara. Aún tenía la cabeza fuera. Aún podía respirar. Y mientras pudiera respirar, iba a seguir. Lo haría por mamá. Por Andrea. Por mí.
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