¿Ayuda?

1433 Palabras
Caminé durante más de media hora para llegar a la universidad. Normalmente tardaba menos, pero mi cuerpo estaba tan débil, tan cansado, que mis pasos se arrastraban sobre el asfalto como si llevara piedras atadas a los tobillos. Al llegar al salón, me dejé caer sobre la silla, exhausta. Lorena, una compañera con la que hablaba ocasionalmente, se acercó al verme. —¿Cómo vas, Niki? —preguntó con su bonita sonrisa alargándose, cálida, envolvente. Se sentó frente a mí, sus ojos cafés brillaban con un destello que no pude descifrar. —Estoy bien —mentí, encogiéndome de hombros. Quise sonreír, borrar de mi rostro el gesto sombrío que delataba todo, pero los músculos de mi cara no respondieron. Lorena se humedeció los labios. Su sonrisa vaciló, pero no desapareció. —¿Qué harás después de clase? —consultó, acercándose un poco más—. Tenía pensado ir a la cafetería que está en la salida. Ya sabes, el lugar es muy lindo… y el café levanta a los muertos —bromeó con una energía que me resultó ajena. Asentí, porque no podía hacer otra cosa. —¿Quieres venir conmigo? —insistió—. Te invito. Así hablamos, nos ponemos al día… hace mucho que no conversamos. ¿Qué te parece? Su voz era alegre, pero firme. Sus ojos no se apartaron de mi rostro, aunque sí notaron mis labios resecos, partidos. ¿Podía decir que no? Aunque solo fuera un café… para mí era mucho más de lo que podía pedir. Esta vez, mi sonrisa salió sola. Pequeña, débil, pero sincera. Asentí. —Perfecto, tengo muchas ganas de hablar contigo —resolvió con entusiasmo, justo cuando el profesor apareció en la puerta. Traté de enfocarme. Juro que lo intenté. Me forcé a escuchar, a tomar notas, a no pensar en lo que vendría después de la clase. Pero el profesor Wilson hablaba como si todo ocurriera detrás de una pared de vidrio. Las palabras rebotaban en mi mente. Las letras se mezclaban en mi cuaderno. Nada tenía sentido. Y cuando, por fin, la clase terminó, Lorena se giró hacia mí con esa sonrisa que parecía pegada a su rostro. —¿Lista? —dijo. Por un segundo, la observé con atención. No, no era mi amiga. Era una joven con la que hablaba de vez en cuando. Como tantos otros, fui víctima de su carisma, de su espontaneidad. Pero no éramos cercanas. Sus ojos, sus labios llenos, su piel tersa y morena… todo en ella brillaba. Saludable. Fuerte. Viva. Y yo… yo me sentía marchita. Asentí sin entender del todo a qué se refería. Me puse de pie cuando ella lo hizo y la seguí. Lorena hablaba, como siempre, sin parar. Su voz era como un enjambre suave que murmuraba en el fondo de mi conciencia. Cuando llegamos a la cafetería, me indicó una mesa al fondo. —Ya vengo, espérame aquí —canturreó, y fue hasta el mostrador dando pequeños saltitos, como una niña feliz. Me quedé quieta. El aroma a pan recién horneado, a chocolate caliente, a café recién molido… era demasiado. Tragué saliva. Cerré los ojos. Cada sonido de una galleta rompiéndose entre dientes ajenos era una puñalada. Cada sorbo de bebida caliente era una tentación imposible. Cada carcajada una burla a mi miseria. No me atreví a levantar la vista. No quería que nadie viera mi desesperación. Lorena regresó con una bandeja llena. No la miré. No podía. —Come, lo he comprado todo para ti —dijo con entusiasmo. Mi entrecejo se hundió y mis pupilas se clavaron en sus labios alargados, y en ese brillo singular que danzaba en sus iris cafés. —¡Por favor, Niki, come! No he comprado todo esto solo para engordar yo, ¿sabes? —apuró con una risita suave, como una campana discreta, con ese tonito dulce que no supe interpretar del todo. ¿Fue lástima? Tal vez. Pero ¿cómo podía rechazarla cuando me estaba ofreciendo algo que, más allá de mi estúpido orgullo, necesitaba para sobrevivir? La boca me tembló. Sonreí como pude, tal vez en una mueca ridícula, tal vez con los ojos brillando por las lágrimas que no me atreví a derramar. Y lo hice. Tomé lo que tenía más cerca y me lo llevé a la boca. Traté de no devorar el muffin como si llevase días sin comer, de no atragantarme, de no parecer desesperada. Pero fue una tortura no arrojarme sobre la bandeja y devorar todo sin piedad. Tenía tanta hambre que la vergüenza se diluyó entre las migajas, y no supe en qué momento acabé con casi toda la comida. Me ensucié los dedos con chocolate, con trozos de hojaldre que se pegaron a mis uñas. Me quemé con el chocolate caliente, pero tampoco me importó. Solo quería llenar mi estómago para soportar un día más. Lorena me dejó hacerlo. Parloteó sin mirarme mucho, comía con mesura, con la vista fija en la ventana desde donde podía ver a los transeúntes pasar. Fue muy amable de su parte fingir que no estaba frente a una pordiosera. Y yo… yo me sentí tan agradecida con ella, tan endeudada, que cuando me pidió que la acompañara a su casa, la seguí sin pensarlo, sin importarme adónde me llevaba. No me detuvo la forma en la que me observó mientras caminábamos, cómo recorrió mi cuerpo con la mirada, cómo sonrió de forma distinta al encontrarse con mis ojos. La hubiera seguido incluso si me llevara directo a la boca de un lobo. Porque gracias a ella, aunque fuera solo por un momento, el mundo dejó de tambalearse, la tierra se detuvo y yo… respiré. … —Vamos, entra —dijo cuando estuvimos frente a la puerta de su departamento. Vivía en un buen lugar. El edificio era nuevo, de fachada limpia y vecindario tranquilo, cerca de la universidad. No era lujoso, pero sí bastante mejor que cualquier cosa que yo hubiera pisado en meses. El departamento tenía lo justo y más: dos habitaciones, un baño amplio, una sala pequeña con dos sofás, una cocina acogedora con una isla que servía como comedor. Era suficiente. Suficiente para sentir envidia. Cuando entramos, Lorena me prestó el baño y me pidió que me refrescara mientras se ponía “cómoda”. Me lavé la cara, me enjugué la boca, intenté despejarme. Y cuando salí… la vi. Lorena estaba en el centro de la sala con solo una bata de seda, roja, brillante. Los pliegues se abrían ligeramente con cada movimiento y dejaban entrever sus pezones erectos, marcados con nitidez bajo la tela. Grandes, firmes. Muy visibles. Y no le importó. Sí, me incomodé. Pero el calor en mi estómago, el calor de una comida completa, me adormecía por dentro. Solo alcé los ojos y le sonreí. —¿Cómo te sientes, Niki? —preguntó con ese tono suyo, suave, musical, tan dulce que no preví en absoluto lo que venía después. —Bien. Gracias —respondí con más compostura, y me senté donde ella me indicó: a su lado. —Me alegra. No sabes lo feliz que me hace ver que ya tienes mejor color. El calor me subió al rostro, y bajé la mirada hacia la alfombra peluda de color rosa que cubría el suelo. —Oh, no te sientas mal, cariño —se apresuró a decir. Me tomó las manos con firmeza, con suavidad, buscando mis ojos—. Escucha, sé por lo que estás pasando. Y sé que no es justo. No para alguien como tú. Quise soltarme, decir algo, pero su tacto era tan cálido. Su voz tan hipnótica. —No tienes que seguir así. No tienes que seguir matándote. Yo puedo ayudarte. Su sonrisa se suavizó. —Puedo conseguirte un ingreso real. Tú solo tienes que quererlo. Solo tienes que decidirlo. Sentí cómo las palabras se clavaban como alfileres debajo de mis costillas. No por lo que decía… sino por cómo lo decía. —¿Qué… tendría que hacer? —pregunté, mi voz más baja que un susurro. Lorena se acomodó mejor la bata y sus dedos resbalaron por mis manos. —Nada que no quieras. Nada que no puedas manejar. Silencio. —¿A que te refieres? —pregunté, porqué, aunque ya podía intuirlo, solo quería que lo que estaba pensando no fuera real. Un zumbido creció en mi cabeza. Y al mismo tiempo, una parte de mí —esa parte rota y pragmática— se activó como un interruptor. Lorena no tenía hambre. Yo sí. Ella no tenía deudas. Yo me ahogaba en ellas. Ella podía elegir. Yo… ya no.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR