Capítulo 1: Lía – Sombras en el Rojo
Estoy parada en esta vitrina del Barrio Rojo como una muñeca rota, con el vestido rojo tan corto que si me agacho se me ve todo. La lluvia cae a cántaros afuera, los canales huelen a mierda mezclada con perfume barato y humo de cigarrillos holandeses. Las luces rojas parpadean sin parar, como si me dijeran al oído:
—Aquí estás, zorra, vendiendo lo único que te queda.
El corazón me late en la garganta. Las manos me tiemblan. Las piernas me duelen de estar tanto tiempo de pie en estos tacones prestados. Carla me dijo que sonriera, que cobrara por adelantado, que no preguntara nombres.
—Los básicos cincuenta euros, todo cien —me repitió antes de dejarme sola.
Asentí. Firmé lo que parecía una sentencia. Me dio una palmada en el culo y se fue riendo:
—Vas a romperla, mija. Americana fresca, los clientes se vuelven locos.
Ahora estoy aquí, en De Wallen, con las piernas cruzadas para disimular el temblor, esperando que alguien muerda el anzuelo. El aire está cargado de humedad, el vidrio empañado por mi aliento. Un grupo de ingleses borrachos pasa por delante, riendo fuerte, señalando a la rubia de la vitrina de al lado que baila moviendo las caderas como si el mundo le perteneciera. Yo me muerdo el labio hasta sentir el sabor metálico de la sangre.
—¿Y si nadie viene esta noche? ¿Y si vuelvo al departamento con las manos vacías?
El pensamiento me revuelve el estómago. El departamento de Carla es mugriento, con paredes descascaradas y ratones que corren de noche, pero es techo. Mejor que la calle.
Pasan minutos que se sienten como horas eternas. El frío se me mete en los huesos. La madam pasa por detrás, me mira de reojo.
—Sonríe más, Lía. Pareces muerta.
Fuerzo una sonrisa que no llega a los ojos. Y entonces la puerta se abre.
Entra un alemán de unos cincuenta años, barriga de cerveza que tensa la camisa, aliento a whisky rancio y ojos vidriosos por el alcohol.
poco
—¿Cuánto por una hora, preciosa? —pregunta en inglés torpe, con acento pesado.
—Cien euros por todo —respondo, voz que tiembla un poco .
Saca el dinero arrugado, lo cuenta delante de mí. Lo tomo, lo guardo en el bolsillo oculto del vestido. Lo llevo a la habitación pequeña al fondo de la vitrina. Cierro la puerta con llave. El clic resuena como un veredicto final. El espacio es claustrofóbico: una cama estrecha con sábanas limpias pero ásperas, un espejo grande en el techo que refleja cada movimiento, un lavabo en la esquina con jabón barato que huele a limón sintético.
Me arrodillo delante de él. Desabrocho el cinturón con dedos que aún tiemblan. Su v***a salta libre, semierecta, caliente contra la palma de mi mano. La tomo, la envuelvo, me muevo en un ritmo lento que vi en películas porno pero que ahora es real y crudo. Él gruñe, enreda los dedos en mi cabello rubio y tira fuerte.
—Chúpamelo, ja? Como una buena chica.
Obedezco. Los labios rozan la punta primero, salada y cálida. La lengua gira alrededor del glande, explorando la textura venosa y el sabor almizclado. Por un segundo, el mundo se reduce a eso: el pulso acelerado bajo mi toque, el olor a hombre sudoroso. Él empuja las caderas hacia adelante, llenándome la boca hasta tocar la garganta, y me dejo llevar, succionando con una intensidad que me sorprende a mí misma. No es placer fingido del todo. Es algo primitivo que se enciende en el vientre bajo, humedeciendo mis bragas contra mi voluntad.
—¿Por qué carajos el cuerpo responde así, si la cabeza grita que no?
—Dios, sí... así... —murmura él, la voz ronca y entrecortada, mientras las caderas se mecen en un vaivén irregular.
Acelero el ritmo, una mano en la base masajeando las bolas pesadas, la otra arañando suavemente los muslos peludos. El espejo en el techo captura todo sin piedad: la espalda arqueada, el cabello cayendo como una cascada dorada, los labios hinchados alrededor de él. Me siento expuesta al máximo, vulnerable como nunca, pero también poderosa de una forma retorcida. Por primera vez desde que llegué a esta ciudad, controlo algo: el placer de él, aunque sea prestado y pagado.
Me levanta de repente con fuerza bruta, me tira sobre la cama. El colchón cruje bajo nuestro peso combinado mientras se cierne encima, arrancándome el vestido con impaciencia animal. El aire frío golpea la piel desnuda, erizándola entera, y él se hunde entre mis piernas sin preámbulos ni caricias, lamiendo el clítoris con una lengua torpe pero insistente. Ahogo un gemido fuerte, arqueando la espalda contra mi propia voluntad. Los dedos se clavan en las sábanas ásperas, el placer sube como una ola traidora que no controlo.
—No, no sientas esto, carajo —pienso desesperada, pero el cuerpo no escucha ni mierda.
Introduce dos dedos gruesos de golpe, curvándolos dentro para rozar ese punto sensible que me hace jadear sin control.
—Estás mojada, puta... te gusta, ¿eh? —ríe triunfante, la voz cargada de alcohol, antes de posicionarse y embestirme de un solo empujón brutal.
Duele al principio, una punzada aguda que me hace morder el labio hasta sangrar. Pero luego viene el ritmo frenético, las caderas chocando contra las mías con palmadas húmedas. Cierro los ojos con fuerza, imagino que es alguien más —un amante de verdad, no un extraño pagado—, y el dolor se funde poco a poco en éxtasis puro. Las uñas rasguñan su espalda ancha, dejando surcos rojos que lo hacen gruñir más, y un orgasmo me golpea sin aviso previo: olas de calor intenso que me dejan temblando entera, gritando en silencio contra su hombro sudoroso. Él me sigue segundos después, derramándose dentro con un jadeo profundo, colapsando encima como un saco pesado de huesos.
Se aparta rápido, vistiéndose con torpeza mientras yazgo allí, el cuerpo aún zumbando con aftershocks que no controlo.
—Sesenta minutos exactos —pienso, mirando el reloj digital en la pared que marca el tiempo como un carcelero.
Me lanza un billete extra —veinte euros arrugados, por el “buen show”—, y sale sin una palabra más, dejando la puerta entreabierta y el olor a sexo crudo flotando pesado en el aire.
Me incorporo lentamente, las piernas débiles como gelatina, el semen goteando caliente por los muslos internos. Me limpio con una toalla húmeda del lavabo, el agua fría calmando un poco el ardor entre las piernas. Frente al espejo empañado, me miro fijo: mejillas sonrojadas, labios hinchados y rojos, ojos brillantes con algo que no es solo lágrimas de vergüenza. Sentí placer real, traicionero, en medio de toda esta humillación.
—¿Qué carajos soy ahora? ¿Una puta de verdad o solo una sobreviviente?
Abotono el vestido roto lo mejor que puedo, salgo de nuevo a la vitrina principal.
La lluvia ha parado por fin, y las luces rojas siguen parpadeando sin descanso, invitando a más almas perdidas a entrar. Abro la puerta de vidrio, dejo entrar el aire húmedo y frío de la noche. Mañana pagaré una parte pequeña de las deudas con esto. Mañana será más fácil, me miento a mí misma. Pero en el fondo sé la verdad completa: esto no es solo supervivencia temporal. Es el comienzo de algo que me va a consumir entera, un fuego que ya lame las sombras más oscuras de mi alma.
Y entonces, al otro lado del canal estrecho, en la bruma que se disipa poco a poco, veo una silueta alta y oscura que me observa fijo. Ojos azules que me perforan como promesas rotas desde la distancia. Él no se mueve ni un centímetro, pero siento el gancho hundiéndose profundo en el pecho.
¿Quién demonios es ese hombre?